
A los 42 años, Nicolás González Bergez conserva con nitidez el sonido de las cosechadoras que marcó su infancia. También rememora su vida en Gobernador Ugarte, un pueblo de apenas 200 habitantes del partido bonaerense de 25 de Mayo, donde el campo no era solo un paisaje: era su casa, su escuela y su primera aula de ingeniería. Esa temprana mezcla de fierros, ruralidad y curiosidad mecánica se convirtió con el tiempo en la brújula de una carrera que hoy lo sitúa como diseñador industrial, magíster en Ingeniería Mecánica y, actualmente, doctorando internacional en Diseño.
“Mi padre fue quien me transmitió ese amor por el campo y los fierros; nací entre maquinarias”, cuenta a LA NACION y evoca aquellos días en un viejo puesto rural arreglado por su papá, Pablo, contratista desde los 21 años. Allí, a pocos metros de la ruta provincial 51, entre galpones con cosechadoras, fumigadoras y tractores, esperaba ansioso a terminar la escuela para subirse a las máquinas.
A los seis años tuvo su primer impacto técnico: una moto que su padre consiguió “cambiándola por un implemento agrícola”. Fue ese regalo el que provocó un clic dentro de él.
En el campo, junto a su padre, PabloGza.
“La empecé a desarmar, cambiar el carburador, pintarla. Ahí empezó toda la parte exploratoria en la mecánica”, afirma. Ese gesto infantil anticipaba lo que vendría: una vida entre el diseño, la mecánica, la innovación y el campo.
El recorrido académico, sin embargo, no fue lineal. Al terminar el secundario en Alberti —adonde lo enviaron para que se habitúe a una ciudad más grande— se mudó a Buenos Aires. Primero eligió Agronomía, buscando un puente entre la ciudad y el campo. “Me la pasaba dibujando autos”, recuerda. Hasta que un compañero, al verlo trazar un Alfa Romeo en plena clase de Botánica, le soltó la frase que lo cambió todo: “Nico, a vos no te gusta esto. ¿Qué hacés acá?”.
Ese día tomó una decisión bisagra: abandonó Agronomía y comenzó Diseño Industrial. “Dije: o estudio algo que me gusta y después veo dónde vivo, o me vuelvo a trabajar al campo”, resume.
Desde el primer momento lo atrapó el diseño: allí encontró la combinación perfecta entre ingeniería, creatividad y técnica. Tras varios posgrados y especializaciones, inició su vida profesional en la industria automotriz. Entró en una firma coreana como analista de posventa y luego como supervisor. “Siempre me gustaba toda la parte técnica o ingeniería de la carrera”, explica. Viajó a Corea, se formó en diagnóstico automotriz en Estados Unidos y más tarde pasó a una automotriz alemana, donde continuó recorriendo el país.
González Bergez junto al equipo mixto de ingenieros y diseñadores de su primer proyecto, una fertilizadora de flujo tangencialGza.
Pero sentía que, a medida que pasaban los días, su vida seguía sin completarse: su meta era diseñar y eso no llegaba. “Si no lo hago ahora, no lo voy a hacer más”, se dijo. Fue dejar una vida acomodada para empezar de nuevo. No dudó y tomó otra decisión radical: renunció. Pasó de manejar una 4×4 a viajar en colectivo, comenzó a dar clases universitarias para sostenerse y se compró una impresora 3D para trabajar de noche haciendo prototipos como freelance: “Sacrifiqué plata para hacer lo que me gustaba, que era el diseño”.
Su estrategia fue a la vieja usanza: imprimió CVs y recorrió los stands de Expoagro. “Soy muy busca”, dice. En uno de esos stands logró hablar con el gerente de ingeniería de una empresa argentina de maquinaria agrícola. Su perfil les llamó la atención. “Además de estudiar, yo trabajaba en el campo: manejaba máquinas, fumigaba, cosechaba”, explica. Esa combinación de experiencia práctica, técnica y de diseño fue decisiva para contratarlo como externo.
Su primer proyecto fue una fertilizadora de flujo tangencial, desarrollada por un equipo mixto de ingenieros y diseñadores. “Yo hice todo lo que es el diseño industrial de la máquina”, detalla. El equipo optó por un enfoque modular y terminó generando tres modelos de arrastre y uno para montarse en una autopropulsada. El prototipo incluso llegó a presentarse en Expoagro, recuerda.
Después vinieron más encargos: un atomizador frutícola, un abresurco para equipos autopropulsados y un sensor para medir índice verde en malezas, un desarrollo comparable a los sistemas importados como WeedSeeker. “Firmaba contratos de confidencialidad; no podía decir nada”, cuenta.
Tras trabajar en automotrices, renunció para diseñar maquinaria agrícola y hoy lidera una empresa familiar de tecnología para el agroGza.
También trabajó para industrias de tanques cisterna en Cañuelas y para una firma de carretones en Santa Fe que transporta maquinaria agrícola. Allí renovó la identidad del producto y desarrolló mejoras funcionales. La demanda creció tanto que incorporó diseñadores junior a su estudio y montó un pequeño laboratorio con impresoras 3D industriales.
Mientras consolidaba su estudio, la tecnología volvió a unirlo con el campo. En plena pandemia descubrió el potencial de los drones y nació su nueva empresa: Aike Drones, dedicada a aplicaciones agrícolas y agricultura de precisión. “Es una palabra tehuelche que significa lugar de donde uno es. Es como tierra de drones. Cuando vi el dron me encantó su tecnología y siempre le decía a mi viejo para comprar un dron para el campo propio y después ofrecer servicios para afuera, pero me decía que no, que no tenía ni idea de eso, que era todo muy electrónico”, explica.
Pero, al final, su padre dio el brazo a torcer y hoy “Aike Drones” es una empresa familiar con proyección futura: “Es mi nuevo desafío hacia adelante”.
Luego también trabajó para industrias de tanques cisterna en Cañuelas y para una firma de carretones en Santa Fe para transportar maquinaria agrícolaGza.
Hoy combina ambos mundos: diseño industrial y servicios tecnológicos para el agro. Mientras su estudio sostiene los proyectos comerciales, Aike Drones está en etapa de inversión y crecimiento. Paralelamente, avanzó con su doctorado en la TECH Universidad (España), donde orientó su tesis precisamente a la interfaz entre drones y diseño.
“Los drones están muy bien desarrollados, pero todo lo que los rodea —las interfaces piloto-equipo— no tiene evolución; incluso hay involución”, afirma. Por eso trabaja en un protocolo de investigación junto a un matrimonio de ingenieros agrónomos, uno del Conicet y otro del INTA. “La idea es que lo que se investigue sirva también para INTA”, destaca.
En una de sus graduaciones, junto a sus padres, Pablo y Graciela, y sus hermanosGza.
Cada decisión en la vida de González Bergez parece apuntar al mismo objetivo: unir la memoria del campo con la mirada del diseñador. Desde aquella moto desarmada a los seis años hasta los prototipos mostrados en Expoagro, su historia es la de un puente entre dos mundos que rara vez dialogan. Y, como él mismo reconoce, también es una forma de volver siempre a su origen.
“Aike significa lugar de donde uno es”, repite. En su caso, ese lugar es un galpón en Gobernador Ugarte, rodeado de máquinas. Y ahora también es un laboratorio de diseño donde imagina cómo será la maquinaria agrícola del futuro.




