El 17 de diciembre pasado, Vladimir Putin se dirigió a los altos mandos del Ministerio de Defensa ruso. En ese discurso expuso una de sus obsesiones: las “tierras históricas rusas”. Afirmó que, ante la falta de acuerdos significativos, Rusia “logrará la liberación de sus tierras históricas por medios militares”. La amplitud de esos objetivos amenaza la estabilidad futura de Europa.
El concepto de “tierras históricas rusas” no es nuevo en la retórica de Putin. Desde hace años evoca la era zarista y el legado de Pedro el Grande. La noción de “Novorossiya” —término de origen imperial que describía zonas del actual territorio ucraniano bajo control ruso entre los siglos XVIII y XIX— fue reintroducida oficialmente en 2014, cuando el Kremlin profundizó su intervención en Ucrania. Desde entonces ha servido para justificar acciones militares, sostener una narrativa de reparación tras el colapso de la URSS y respaldar los planes expansionistas de Moscú.
Si bien a primera vista las declaraciones más recientes podrían interpretarse como una exigencia para controlar únicamente sectores del Donbas bajo administración ucraniana, Peter Dickinson, editor general de UkraineAlert, advirtió en una columna publicada por el think tank norteamericano Atlantic Council que el alcance real es mucho mayor. Putin ha hecho referencia a la “inevitable liberación del Donbas y Novorossiya”, entendiendo esta última como una definición que incluye la costa del mar Negro con ciudades clave como Odessa y Kharkiv. En distintas ocasiones, el propio presidente ruso ha delineado “Novorossiya” como cerca de la mitad del territorio ucraniano.
El caso de Kiev resulta especialmente simbólico. Para el nacionalismo ruso, la capital ucraniana es vista como la cuna espiritual y cultural de toda Rusia. Según el análisis de Dickinson, ese significado dificulta que Putin acepte cualquier escenario en el que Kiev, y por extensión Ucrania, queden fuera de la órbita de Moscú. En el foro económico de San Petersburgo en 2025, el jefe del Kremlin insistió nuevamente: “He dicho muchas veces que considero que los pueblos ruso y ucraniano son uno solo. En ese sentido, toda Ucrania es nuestra”.
Más allá de Ucrania, la visión geográfica del revisionismo promovido por Putin abarca territorios adicionales. Para el mandatario ruso, la antigua Unión Soviética es, en sus palabras, “Rusia histórica”. Así, países como Finlandia, Polonia, Estonia, Letonia, Lituania, Bielorrusia y Moldavia, así como los estados del Cáucaso y de Asia Central, quedarían dentro de una potencial esfera de influencia rusa. “Donde pisa un soldado ruso, es nuestro”, repite Putin. Este razonamiento amplía los objetivos del Kremlin, permitiéndole reclamar territorios que formaron parte del Imperio zarista hasta la Primera Guerra Mundial o incluso considerar, bajo una lógica aún más amplia, la reincorporación de antiguos países satélite del bloque soviético.
Dickinson advierte que el rendimiento relativamente limitado del ejército ruso hasta el momento refleja, en realidad, la fortaleza y los sacrificios del pueblo ucraniano más que una debilidad inherente de Rusia. En su columna subraya que, si Ucrania cae, Europa se vería obligada a enfrentar un desafío para el que no estaría preparada.
La militarización de la sociedad rusa es un elemento central de la estrategia expansionista de Moscú. La transformación social, económica y política del país ha generado una estructura en la que mantener a cientos de miles de soldados fuera del territorio nacional adquiere carácter prioritario. Además, la coyuntura internacional —marcada por el retorno de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos y por crecientes dudas sobre la fiabilidad de la protección estadounidense a Europa— favorece el cálculo ruso de que la ventana para avanzar en sus planes expansionistas sigue abierta.
A ello se suma la dificultad europea para rearmarse con prontitud y la falta de cohesión política, factores que —según Dickinson— animan al Kremlin a intensificar acciones como sabotajes a infraestructuras críticas y una presión diplomática constante.
La estrategia rusa se despliega en fases: no busca necesariamente una confrontación directa, sino la acumulación progresiva de ventajas estratégicas y la erosión paulatina de la estabilidad europea.
Por otra parte, el texto advierte que el proyecto personalista y revisionista de Putin es improbable que cese ante sanciones o concesiones menores. Toda iniciativa de paz duradera, señala el análisis, solo será viable si parte de la premisa de ejercer una presión permanente y efectiva sobre Rusia, tanto en lo militar como en lo político.
El futuro de la estabilidad europea dependerá, por tanto, de la solidez con la que los países del continente sean capaces de imponer límites claros y firmes a las ambiciones del Kremlin.
El propósito declarado de Putin, destaca Dickinson, es convertir la conquista total de Ucrania en un trampolín para avanzar en su agenda geopolítica.




