Se cumplen 66 años de uno de los
hechos más nefastos y dolorosos de la historia de nuestro país, el
bombardeo a Plaza de Mayo, ocurrido el 16 de junio de 1956.
Ese día, aviones de la Marina y de
la Fuerza Aérea, con la complicidad de sectores políticos, económicos y
eclesiásticos, descargaron bombas y metralla sobre la población civil
reunida en la plaza, sobre Casa de Gobierno y la CGT. El objetivo era
terminar para siempre con la revolución peronista, escarmentar al pueblo
y asesinar al presidente Perón.
El saldo del odio contra el
peronismo fue una masacre sin precedentes: Las fuerzas armadas atacando
a su propia población, bombardeando una plaza abierta, sin ningún
anuncio que pusiera a resguardo a las personas. Un hecho que encuentra
muy pocos precedentes a nivel mundial.
Al finalizar la jornada, más de 300
personas habían muerto, entre ellos, niños y niñas en edad escolar. Casi
un millar resultaron heridos. De esa manera operaban quienes poco tiempo
después lograrían su objetivo golpista bajo la autodenominación de
libertadores, volviendo a teñir de sangre nuestra historia e inaugurando
un largo y oscuro período de dictaduras y proscripciones.
Muchos de los que participaron de
una forma u otra en aquél acto de extrema crueldad criminal, ocuparon cargos
en los gobiernos de facto que se sucedieron a partir del derrocamiento
de Perón, en septiembre de 1955. Ninguno de esos crímenes fue juzgado y
aún siguen impunes.
El bombardeo contra el pueblo en
1955 es una herida abierta en nuestra memoria colectiva que no debemos
olvidar para no volver a repetirla. Nunca más debemos permitir que haya
quienes pretendan saldar diferencias políticas o ideológicas mediante la
violencia, el asesinato y el intento de exterminar al otro por pensar
diferente. Ese es el compromiso irrenunciable que debemos asumir en el
marco de la democracia y, en estos días en que la agresión, la violencia
y el desprecio por el otro parecen ser la clave política de algunos
sectores, siempre minoritarios pero activos, debemos volver la mirada hacia
ese pasado para comprender que ese es el camino hacia nuestra ruina como
pueblo.
El peronismo no desapareció,
resistió y continuó siendo una alternativa política para las grandes
mayorías populares, pero el daño que causó y causa la violencia es
irreversible. La espiral iniciada en aquellos años siguió escalando y
alcanzó su punto más horrendo y doloroso en el genocidio perpetrado por
la dictadura cívico militar iniciada en 1976, heredera de los mismos
rencores, del mismo odio y del mismo desprecio.
A partir del ‘55, generaciones
enteras debieron vivir bajo la opresión de gobiernos dictatoriales o
pseudo democracias y nuestro pueblo debió postergar sus sueños de vivir
en una sociedad cada día más justa e
igualitaria.
De aquello debemos aprender, para saber convivir con las diferencias, a defender la democracia como un bien supremo y a valorar la vida de las personas por encima de todas las cosas.