L
a idea había rondado en su cabeza desde hacía años. Volver a pisar la isla donde un día de 1982, levantó el fusil y supo cómo se sentía matar. Alejandro Daniel Carranza quería volver a Monte Longdon. Pero no pensaba en reclamos ni soberanías. Quería darle a su regreso el tono de proeza: unir en kayak las Malvinas con Ushuaia. Ochocientos kilómetros desafiando al océano. El miércoles, a las 16:05, un buque de la Armada encontró su cuerpo flotando en el mar. Estaba a 200 metros de la costa de la isla donde se halla el faro del fin del mundo, la isla de los Estados. Desde hacía dos años, Carranza había planeado esta travesía. Tuvo un compañero de aventuras: Juan Pablo Dacyszyn, que tuvo mejor suerte. Logró llegar a la costa y resistió sólo durante un día y medio, resguardado en una cueva de Bahía Rivas y con temperaturas que en apenas una hora pasaron de los 24 a los 5 grados. Alejandro y Juan Pablo eran dos expertos, tenían equipos de primer nivel y habían logrado financiar el viaje – unos 30 mil dólares – con el apoyo de una decena de sponsors. Partieron de Ushuaia el 6 de diciembre. En total, tenían pensado recorrer 800 kilómetros. Desde hacía dos años venían planificando este viaje al que habían bautizado “Del fin del mundo a Malvinas”. Habían hecho una primera prueba en la que intentaron unir Ushuaia con la Isla de los Estados. Pero no pudieron ir más allá del mismo punto en el que el miércoles la expedición quedó en la nada: el Estrecho Le Maire, después del Cabo de Hornos, es el más peligroso del país y uno de los más temibles de todo el mundo. Ahora, iban solos, sin apoyo, e imaginando poder sobrevivir a fuerza de cañas de pescar y comida enlatada. Fue a las 14:40 del miércoles cuando los rescatistas de la Armada recibieron el pedido de auxilio de Dacyszyn. Para entonces, ya había perdido a su compañero. Desde esa hora, el Centro Coordinador de Búsqueda y Rescate intentó llegar a él. Lo logró recién el jueves a las siete de la tarde. Pudo sobrevivir con los víveres y la radio que llevaba en el kayak. Llegó a la noche a Ushuaia en buen estado. En Concepción del Uruguay, Entre Ríos, su familia esperaba el regreso. La noticia había circulado en Internet durante toda la noche. Juan Pablo, de 36 años, remaba desde los siete y junto a su compañero eran conocidos en el mundo del kayak. Alejandro Carranza tenía 49 años. También remaba desde chico. Empezó a los seis. Después de Malvinas estudió veterinaria. Era un auténtico hincha de Nueva Chicago. Fue el viernes Santo de 1982, cuando le llegó la notificación: tenía que ir a pelear, Compañía de Ingenieros Mecanizada. Por entonces, pensaba que la guerra era un juego. Pero todo cambió el día que tuvo que matar. Sobre una roca de Monte Longdon vio morir al soldado inglés al que le había disparado. Carranza lo había contado en varios reportajes que publicaba en el blog donde él y su compañero iban escribiendo noticias de su viaje. “La guerra fue una estupidez, tenemos que volver a hacer amigos de los kelpers. El único modo de recuperar las islas es remándola. No lo voy a ver yo, ni un hijo mío, pero tengo la esperanza que un nieto lo haga. Ese es el espíritu que me lleva”, dijo en uno de esos reportajes.