E
sa mañana estaba haciendo algo en casa y no sé por qué dejé todo y lo llamé a Guillermo. Eran las 8:30. Hablamos unos minutos y, de golpe, escuché en la línea un ruido tremendo. No sé qué era, pero la comunicación se cortó abruptamente. Pensé que más tarde me llamaría, pero nunca lo hizo”. Su marido ya estaba muerto. “A las 9:05 me llamó mi mamá: ‘Prendé la televisión, pasó algo en donde trabaja Guillermo’. Yo ni sabía bien en cuál de las torres trabajaba, entonces llamé a mi hijo a la escuela, para preguntarle: ‘En la que tiene la antena, mamá’. Era de la que salía el humo negro. Me quedé helada mirando la tele, y en ese momento veo que llega el segundo jet. En un instante entendí todo: el ruido ensordecedor que yo había escuchado por el teléfono era el de una turbina de avión”. Mabel Chalcoff cuenta por primera vez cómo hace diez años murió su marido, que hasta hace muy poco tiempo nadie identificaba como ciudadano argentino. “Cuando vinimos a Estados Unidos y vio que a mucha gente le costaba pronunciar su nombre, lo tradujo al inglés. Y yo hice algo parecido”, explica Mabel, que a partir de ahora será Michelle. “Como William Chalcoff era ciudadano estadounidense, nadie reparó que en verdad se trataba de un argentino”. La historia de amor que segó el atentado de 2001 había comenzado mucho antes, a fines de los 70, cuando Guillermo tenía 18 años y Michelle 16, y les tocó compartir un grupo de reflexión en un templo judío de Belgrano. Se casaron cinco años más tarde, cuando Guillermo ya tenía bajo el brazo su título de computador científico otorgado por la UBA. “Empezó a trabajar en Aluar, mientras cursaba la licenciatura en Ciencias de la Computación. Pero no veía perspectivas de crecimiento”, reconstruye su esposa. En 1985, Chalcoff creyó que para abrirse camino en esa especie de ciencia ficción para fanáticos que en aquel entonces era la computación, tenía que estudiar para contador: eran tan pocos los especialistas en circuitos, que los pocos que trabajaban eran contadores con una pequeña especialización en sistemas. Pero al final tomó otro camino: con una valijita y cuatro cosas, se fue a Nueva York. “Mi papá tenía una oficina acá”, cuenta Michelle. “Era un escritorio y un silloncito. Guillermo se instaló ahí dos meses; se iba a bañar a la sede de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Sacrificio puro”. El joven emprendedor buscaba y buscaba; rebotaba y rebotaba. “No tenía la green card, el documento que certifica la ciudadanía estadounidense. Al final conseguimos una persona que lo contrató –por dos pesos– y con lo que sacaba le pagaba a un abogado para que iniciara los trámites inmigratorios. Yo vine en enero de 1986”, repasa Michelle. “Primero estuvimos en un hotel, hasta que conseguimos alquilar un departamentito en Queens. ¿Sabés cuáles eran nuestros muebles?” pregunta con una mirada azul que atraviesa las paredes. “Un colchón, una tabla de planchar que usábamos como mesa y dos sillas plegables. Así empezamos”, suspira, y ahora su mirada recorre los amplios ambientes de su casa, en un barrio acomodado de Roslyn. Sólo tres años más tarde, cuando Guillermo obtuvo la famosa cédula verde, el horizonte se abrió frente a los Chalcoff. Enseguida cambió de trabajo. Participó del proyecto Mainframe de IBM, y cuando aparecieron las primeras PC pudo desplegar todos sus conocimientos, su interés y su imaginación. “Estaba todo el día leyendo libros y probando cosas, hacía programas, leía folletos y los anotaba”, sonríe hoy su esposa. Se mudaron a una casita de Long Island. En 1989 nació Eric. Cinco años después, Brian. “Guillermo volvía a casa a las 19. Yo me pasaba el día llevando y trayendo a los chicos a la escuela, al templo, a todos lados. Acá las distancias son grandes”, explica Michelle. Su marido comenzó a progresar rápidamente. Era bueno, aplicado, lo respetaban mucho. Dejó de trabajar como empleado y se hizo consultor. En 1994 volvieron a mudarse, a la hermosa casa en que esta tarde tibia Michelle recibe a Clarín. Todo iba bien. Lo contrataron de la firma Marsh & McLennan, un gigante mundial de los servicios financieros cuyas oficinas estaban en el midtown de Manhattan. “Un día –no me voy a olvidar– me dijo que la empresa se iba a mudar al World Trade Center. ‘Dejá el trabajo. Ese lugar es peligroso’, le contesté. Ya había habido un atentado en 1993, y a mí me daba miedo. Pero él no quiso. ‘Es el lugar más seguro del mundo, para entrar necesito un montón de credenciales, hay mil controles’, me contestaba. Trabajaba en el piso 97. A veces tenía que ir los sábados, y se llevaba a los chicos para que lo acompañaran. A ellos les encantaba, pero yo nunca quise conocer su oficina.” La mañana del martes 11 de septiembre de 2001 había empezado como todas. Guillermo se levantó muy temprano, desayunó apurado y salió para el trabajo, al que tardaba en llegar una hora y media. A las 8:15 se instalaba en su escritorio, y quince minutos más tarde le sonaba el teléfono: Michelle ya había dejado a los chicos en la escuela y quería cruzar las primeras palabras tranquilas con su marido. Las oficinas de la consultora estaban desplegadas entre los pisos 93 y 100 de la torre norte, justo en donde chocó el primer avión comandado por los terroristas. Con el atentado, la firma perdió a 295 empleados y 63 contratados, como Guillermo. “Lo que me da un poco de paz es que murió en el acto, no sufrió nada”, se resigna Michelle. “Yo no sabía qué hacer. Una amiga recogió a Eric de la escuela, pero cuando a la tarde salió Brian tampoco teníamos ninguna noticia. Le tuve que decir”, susurra. Y una cadena asfixia su garganta hasta secarle la voz. “Se me rompió el corazón. Por mí, pero sobre todo por los chicos. El mayor se pasó la noche llamando a todos los hospitales. Y nada.” Al día siguiente, Eric tenía un encuentro preparatorio para su bar mitzva, que finalmente tomó en enero de 2002. “Como aquel día, la ausencia de Guillermo fue muy dolorosa para Eric el año pasado, cuando se recibió de master como contador. Son momentos especiales que los hijos comparten con sus papás”, dice la voz de Michelle, hecha un hilo que se entrecorta varias veces. Cortado por la impiedad, el segundo tramo de su vida comenzaba sin que ella supiera cómo haría para no abandonar el desafío. “Hubo días negros, pero recuerdo uno en especial, cuando tuve que ir a Manhattan con un cepillo de dientes de Guillermo para que sacaran el ADN, porque desde luego jamás apareció ningún resto de su cuerpo. Un par de semanas después tuve otro golpe tremendo, cuando fui hasta el muelle cercano al Ground Zero y había cientos de abogados que esperaban a los familiares de las víctimas del atentado para ayudarnos gratuitamente con los trámites de las partidas de defunción”, suspira, las manos que de golpe dejan de moverse. El ama de casa que esperaba a que su marido llegase del trabajo para jugar con sus hijos al Lego o al fútbol, desarmar motores o hacerla sufrir con su pasión por las montañas rusas también sucumbió bajo el polvo de las caídas Torres Gemelas. “Arrasada por el dolor tuve que reorganizar toda la vida de la familia. Me puse a estudiar: luego del atentado se votó una ley para que los esposos e hijos de las víctimas pudieran estudiar gratis”, dice Michelle, que en enero de 2002 y con 40 años recién cumplidos se anotó para cursar ciencias económicas en la State University de Nueva York, con la esperanza de que le reconocieran algunas de las materias que había aprobado en la UBA. “Al final no aceptaron ninguna equivalencia, pero seguí igual”, sonríe. En 2004 se recibió con honores de contadora, y casi de inmediato colgó el título: “trabajo enseñando español en una escuela secundaria. Siempre quise enseñar”. Pese a la constante presencia de los ritos religiosos en la historia de los Chalcoff, Michelle no es muy creyente, y dice que su marido tampoco lo era. “No sé adónde va el alma cuando se separa del cuerpo. Después de la muerte de Guillermo el rabino me acompañó mucho, pero qué podía decirme. Con las psicólogas me pasaba lo mismo: al ratito eran ellas las que se largaban a llorar con mi historia, y yo las tenía que consolar”, sonríe. “En estos años no tuve depresiones, pero me quedaron grandes cicatrices. Yo no soy la misma, cambié mucho. Tuve que hacerme fuerte para llevar las riendas de la casa, me endurecí un poco”, desliza. Y asegura que nunca, jamás pensó en volver a la Argentina: “Guillermo hizo un sacrificio tan grande para venir y triunfar acá, que hubiera sido una traición siquiera considerarlo”. Aunque adora su país y regresó a Buenos Aires varias veces, dice que su marido sólo había vuelto una vez, en 1990, para el casamiento de un hermano de ella. “Tuvo una infancia muy dura, vivió cosas que le dolieron mucho y que por suerte decidió dejar atrás.” La elegante rubia de modales delicados aprieta los labios y le cierra el paso a una parte de la historia. No hay autocompasión en la joven viuda de Guillermo Chalcoff. Lejos de bucear entre las casualidades y las coincidencias para encontrar argumentos que le permitan descargar su bronca y su dolor, Michelle acepta su suerte: “Creo mucho en el destino. Guillermo estaba buscando otro trabajo, el miércoles 12 de septiembre tenía una entrevista. Pero él trabajaba ahí desde un año antes del atentado, no es que la tragedia lo agarró en el lugar menos indicado en el momento justo. A mí me queda su ejemplo. En los tiempos más difíciles nunca se dio por vencido, y fue un excelente marido y padre.” El sol pinta las paredes y el piso de madera de color maíz. La sala, enorme, está vacía y silenciosa. “Eric se fue a vivir con su novia, lejos, y Brian ingresa ahora a la High School, luego a la universidad, y a buscarse un trabajo. Acá es así. Me quedaré sola”, cae de golpe. “Va a ser muy duro, pero me acostumbraré. No es fácil relacionarse, ni siquiera con los argentinos. Las familias se encuentran entre ellas, o invitan parejas. Una mujer sola no encaja en ningún lado”, reflexiona. Y de golpe mira a los ojos con la intensidad de un rayo.