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artolomé tenía dos años recién cumplidos cuando el 2 de julio pasado falleció en el hospital de General Mosconi, al norte de la provincia de Salta. En su certificado de defunción consta que la causa de su muerte fue “deshidratación grave como consecuencia de un cuadro de desnutrición”. En el apartado donde se consigna la opinión de los padres, la aclaración del profesional refiere: “Madre no habla (por idioma), aborigen”. No se trata de un caso aislado. A pocos kilómetros del centro de la ciudad –alguna vez emblema de la riqueza hidrocarburífera nacional, hoy explotada por empresas petroleras multinacionales– una integrante de la misión wichí Nueva Generación, Julia Barrios, de 33 años, agoniza sobre un colchón, a la intemperie, junto a su pequeña bebé de cinco meses. Ambos están desnutridos y no reciben asistencia alimentaria por parte del Estado. “El municipio y la provincia ya no abastecen nuestros comedores ni otorgan los subsidios en tiempo y forma”, asegura Eduardo Paliza, uno de los líderes de las diez comunidades originarias de Mosconi que fueron hasta Buenos Aires para denunciar la terrible situación por la que atraviesan los integrantes de las etnias del noroeste argentino. “La vida de nuestros hijos no se negocia, hacemos responsables a las autoridades por cualquier otra muerte evitable que ocurra entre nuestros hermanos”, asegura Paliza. Y advierte: “No vamos a permitir que se nos muera un solo chico más de hambre, porque si esto ocurre, vamos a volar el gasoducto que pasa debajo de nuestras tierras y que se lleva las riquezas de nuestro subsuelo a razón de 30 millones de metros cúbicos de gas por día”.