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En los últimos meses, ha surgido con fuerza en el debate público una preocupación legítima: las denuncias falsas en el contexto de conflictos familiares y de género. Esta realidad existe, y negarla sería tan irresponsable como invisibilizar cualquier otro fenómeno social que causa daño. Sin embargo, también es cierto que estas denuncias representan un porcentaje ínfimo del total de causas judiciales: menos del 10%, según numerosos estudios nacionales e internacionales. Entonces, ¿por qué provocan una reacción tan desproporcionada en relación con su incidencia real? El problema no es solo cuantitativo, sino también simbólico y emocional.
Una denuncia falsa tiene un poder de daño inmenso: destruye vínculos, arrasa la confianza social, genera huérfanos con padres vivos y, lo que es más grave, siembra dudas sobre quienes sí denuncian con verdad y dolor.
En un sistema judicial ya tenso por la desconfianza, las falsas denuncias actúan como un virus que socava la credibilidad del testimonio de las verdaderas víctimas, muchas de las cuales ya llevan el peso de haber sido silenciadas durante años. El llamado que deseo realizar en estas líneas es doble.
En primer lugar, a quienes se sienten legítimamente conmovidos o indignados por una denuncia falsa: los necesitamos también conmovidos ante la evidencia de una realidad abrumadora. Las estadísticas del Poder Judicial, del Ministerio Público Fiscal y de organismos especializados lo confirman reiteradamente: más del 90% de las denuncias por violencia de género, abuso sexual infantil o maltrato familiar son fundadas. Son reales. Y en esos casos, el daño ya ha sido infligido. A veces, de forma irreversible. Entonces, ¿por qué no hay una reacción equivalente ante esa mayoría silenciosa? ¿Por qué se alzan tantas voces furiosas ante una denuncia falsa, pero se permanece en calma ante la sistemática vulneración de los cuerpos y las infancias?
En segundo lugar, quiero apelar a una reflexión ética profunda: denunciar falsamente no solo es un delito, es una injusticia multiplicada. Porque no solo se daña al denunciado, sino también a los hijos e hijas que quedan atrapados en medio de una guerra que los excede y —quizás más trágico aún— se debilita la credibilidad de quienes sí denuncian con fundamento. Cada vez que una denuncia falsa ocupa los titulares, hay un alma a la que mañana no le van a creer. Por esto, no basta con señalar las falsas denuncias. Hay que luchar contra ellas, con firmeza, con investigación, con responsabilidad. Pero no a costa de invalidar el sistema de protección. No a costa de silenciar el grito de quienes aún hoy temen hablar. No se trata de elegir entre creer todo o no creer nada. Se trata de crear sistemas que escuchen a todas las personas con seriedad, que investiguen, que resuelvan con justicia y que nunca olviden que detrás de cada expediente hay vidas. Necesitamos madurez emocional y jurídica para no caer en falsas dicotomías, comprendiendo que los extremos nos paralizan: ni negar la existencia de denuncias infundadas, ni utilizarlas como excusa para deslegitimar los reclamos verdaderos. La justicia —como la palabra— también se construye desde la empatía y desde la responsabilidad con la verdad.
Porque, al final, entre verdades que duelen y mentiras que destruyen, lo que queda en el medio es una infancia que se va…