“Mi abuelo se pone lindo para visitar a mi abuela en su cuarto todas las mañanas / Él tiene 86, ella 82, y llevan 59 años de casados / La vida les jugó una mala pasada, y mi abuela se enfermó hace más de 15 años / A pesar de haber perdido su memoria y todos sus recuerdos, mi abuelo sigue siendo su cara conocida / Esta es su rutina todos los días, sin falta. Estamos convencidos que es lo que la mantiene acá con nosotros”, recita el video que hizo Catalina, la mayor de sus nietas mujeres, mientras las imágenes van mostrando a Edgar peinándose para ir a visitar a su “novia”, que lo mira con unos ojos que hablan. “Si me preguntás qué es el amor, te digo mirá a mis abuelos. Esa mirada que dice todo sin necesidad de decir nada. Quédense hasta el final para reírse un poquito de un chiste típico de mi abuelo”.
Resulta imposible ver esta escena y no emocionarse. “Mirá quién vino”, le pregunta en cada visita Edgar a Alicia, “¿te acordás de mí? ¿Me agacho para que me des un besito?”. Y ella que ya no habla hace varios años, murmura con un hilo de voz que uno adivina como un “siii”. La ternura de él es de una extremidad que conmueve: le habla con la delicadeza y el amor que únicamente se le tiene a las cosas más preciadas de la vida, pero hechas persona. “Permiso”, dice Edgar, mientras se va acercando al rostro de su mujer, “mirá que voy para allá eh”, y cuando hacen contacto y ella, por fin, le da un beso en la mejilla, él grita literalmente de alegría; le festeja; le juega; le hace cosquillas. “Ayyy… ahora te voy a dar un beso y ‘agarrate Catalina’...” festeja inmerso en ella, y en la alegría de poder disfrutarla. La sacude como a un bebé de 3 meses y estalla en una risotada, mientras los dos quedan en una hipnosis, como si nadie más existiera en el mundo, su mundo.
Si bien hay personas cuya cara de jóvenes ya no podemos imaginar, en el sutil instante que Alicia comulga con Edgar, resulta simplemente automático visualizarlos a sus 20, 30 o 40 años disfrutándose sin más. “Alicia, Alicia querida, Alicia de mi corazón -le canturrea un tango reversionado para su amada- no dejes de mirarme eh”, le pide. “Qué linda que estás”, y con un tono más serio, tira, “¿Después tenemos sexo?”, ella, en su idioma, detona una carcajada. Es maravilloso que tengamos la risa. Es como un comodín. Funciona en cualquier sentido. Alicia, ebria de complicidad, se conecta por un instante único con el hombre de su vida. Y Edgar concluye, “sexo hot, del fuerte.”
No sólo dan ganas de quedarse hasta el final de la película, como pide su nieta para conocer la humorada de los tortolitos; su conexión genera un fuerte impulso de irse a vivir con ellos y escucharlos para siempre.
El nacimiento de un amor inquebrantable
Edgar es generoso, tanto que se toma el tiempo que sea necesario para contar con detalles -y disfrutar como nadie- la primera vez que su amada Alicia se cruzó en su camino.
“Esta historia se remonta al trolebús 307, que unía Palermo con Escalada, o sea a dos cuadras de donde yo vivía. Venía de la facultad para mi casa, a la tarde, y de repente alguien se sienta al lado mío, un muchacho joven, un tipo grande como de dos metros, que tenía en el ojal del saco un botón, que era muy común en esa época,” cuenta Edgar con la lucidez de un adolescente, refiriéndose a una escarapela argentina con una ‘M’ roja, que usaban los estudiantes de medicina allá por los ‘60. “Era muy farolero porque algo del tamaño de una moneda de un peso en la solapa era muy visible. Se sienta al lado y me dice, muy formal”:
- ¿Vos te llamás Enrique Colombo?
- Sí, yo me llamo Edgar Enrique Colombo -contesta Edgar, precisando que hasta ese momento ninguno de sus amigos lo conocían por Enrique. “Para todos, yo era Edgar Colombo”.
- Ah… porque te vi que estamos anotados en las hojas de la facultad en la misma comisión pero en otra mesa -dice el otro.
- Nunca te vi, ¿cómo te llamás?
- Rogelio Scoto -contestó el desconocido- y algo más, vivo enfrente de tu casa.
Así comienza para Edgar su historia con Alicia porque el hecho de conocer a Rogelio, con quien crearon un vínculo “fantástico” -tanto el joven como su familia lo “adoptó”- fue el primer eslabón para llegar a su amor.
De hecho, fue el mismo Rogelio el que le recomendó que se presentara en una sala de primeros auxilios, anexa al Hospital de Niños, en la cual estaban buscando practicante, a tres cuadras de su casa. Ahí, no sólo consiguió su primer trabajo como médico, sino que se dio el próximo escalón de su recorrido hacia Alicia. “Ahí conocí a Omar Kraiker y al ‘Turco’ Harche”, relata ensimismado en su juventud. “Al conocer al Turco, yo iba a a estudiar a su casa, en Lomas de Zamora, y sus dos hermanas, sobre todo Margot, eran amigas de María Alicia que, yo por supuesto no conocía; la conocí ahí”, se le dibuja una sonrisa pícara, a la vez que precisa que le encantaba ir a la casa de su amigo porque, “la mamá era una maravilla, hacía comida turca, los kepes, las balawa, todo lo que aprendí, riquísimo”.
A partir de ese momento, algunas veces compartieron bondi con Alicia pero no mucho más. Un día Osvaldo, alias el ‘Turco’, -”siempre un tipo muy reservado”- les pregunta a Edgar y a Alicia si lo quieren acompañar a Entre Ríos que se quería comprar una moto; “como Alicia tenía un autito, planeamos el viaje: Margot, el ‘Turco’, Alicia y yo. Yo manejaba, entonces manejamos Alicia y yo”, comenta, como cuando uno tiene 13 años y cualquier coincidencia que sugiera mencionar el nombre del ser amado junto al propio -”Alicia y yo”- se torna un suspiro profundo.
A partir de ese momento, algunas veces compartieron bondi con Alicia pero no mucho más. Un día Osvaldo, alias el ‘Turco’, -”siempre un tipo muy reservado”- les pregunta a Edgar y a Alicia si lo quieren acompañar a Entre Ríos que se quería comprar una moto; “como Alicia tenía un autito, planeamos el viaje: Margot, el ‘Turco’, Alicia y yo. Yo manejaba, entonces manejamos Alicia y yo”, comenta, como cuando uno tiene 13 años y cualquier coincidencia que sugiera mencionar el nombre del ser amado junto al propio -”Alicia y yo”- se torna un suspiro profundo.
Edgar se abstrae del presente y narra todo el capítulo como si estuviera en el mismo auto yendo a Entre Ríos: “Yo me enamoré pero no dije nada. De ahí en más, pasó el tiempo, un día la invité a salir, me dijo que ‘sí’, ¡y sonó!” formula con su voz de tanguero, y agrega entre afirmando y preguntando, “soy un tipo lindo… y sí, la enganché, la enganché”, revive la primera salida con la memoria intacta, “me llevó a comer salchichas con chucrut, ¡que odio pero que me las tuve que comer! Fuimos a bailar a un boliche vespertino frente al Obelisco, en un segundo piso, era el boliche de moda”, cuenta Edgar, que “obviamente” se había presentado a su cita con camisa y corbata. “Así la conocí a la Alicita”.
Edgar tenía 26 y Alicia 23.
Testigo privilegiado del amor
Catalina Guerberoff nació el 2 de abril de 1996 y es la
primera mujer de los diez nietos de Edgar y Alicia. “Ellos son mis abuelos
maternos; mi abuelo es de Tandil y mi abuela nació y vivió toda su vida en
Barracas”. Tuvieron cuatro mujeres: María Silvina, la mayor, es la mamá de
Cata. “Viví como diez años de mi vida en el sur, en Comodoro Rivadavia, por el
trabajo de mi papá. Después volvimos al barrio -Barracas- y no vivimos a más de
10 cuadras a la redonda, uno del otro”, se refiere a sus abuelos.
Cata va muy seguido a lo de sus abuelos, al igual que cada
integrante de su numerosa familia. “A mí me toca ir los fines de semana. En una
de mis visitas habituales, estaba ahí con mi abuelo que se estaba peinando para
ir a ver a mi abuela”, algo que Edgar hace todos los días, varias veces.
“Siempre lo veo haciendo eso pero por alguna razón lo miré y pensé, ‘sería re
lindo mostrarlo, que la gente vea esto’. Para mí es lo normal y es lo que mi
mamá me cuenta todos los días; hace años es así, no me parece raro”, cuenta
enfatizando en lo natural de la escena, cuestión que agrega todavía más valor
al tesoro que tiene de ejemplo.
Alicia padece Alzheimer desde hace 17 años. Si bien la
enfermedad se fue pronunciando de a poco, hace ya un largo período perdió casi
todas sus facultades. Dos o tres veces por día la rutina consiste en cambiarla
y levantarla, “porque ella ya no sale de la cama”, explica Cata, “entonces cada
vez que hay que hacerlo mi abuelo va, aunque ahora le cuesta un poco caminar,
llega todo despacito y hace lo que se ve en el video”, dos o tres veces por día
desde hace cuatro años, siempre con el recato previo: peinarse, ponerse
desodorante en la cabeza como si fuera spray, “porque mi abuelo dice que tiene
olorcito rico; él siempre olió muy bien”.
Edgar Enrique Colombo nació el 27 de marzo de 1937 en Tandil,
en el seno de una familia de inmigrantes españoles. Cuando terminó el
secundario en su ciudad natal, se mudó solo a una pensión en la esquina de
Chile y Salta, en el barrio porteño de Montserrat, para estudiar medicina.
María Alicia Rossi nació el 26 de julio de 1940 en Barracas,
donde vivió junto a sus padres y hermano menor. A la hora de estudiar se
decidió por ser maestra jardinera, “te imaginás que los dos siempre fanáticos
de los niños”, dice Cata en relación a que su abuelo es pediatra, profesión que
ejerció hasta poco antes de la pandemia, “eran el uno para el otro; se
entendían”.
Al año de conocerse, se casaron, “mi abuelo dice, ‘yo ya me
había recibido de médico, ¿qué más iba a esperar para casarme?’”, añade risueña
Cata que, con sus 26 años, entiende que aquellos eran otros tiempos. Así fue
que el 14 de diciembre de 1964, Edgar y Alicia dieron el “sí” en la iglesia
Santa Felicitas de Barracas, la misma que ella tenía a sus alumnas del jardín y
que trabajó durante toda su vida. “Una linda anécdota es que esa iglesia no
abría al público y, en ese momento, las monjas que adoraban a mi abuela, les
cedieron especialmente la capilla para su boda, que puedan hacer una entrada y
casarse ahí”.
Tal como se acostumbraba en aquella época, los recién casados se fueron a vivir a la casa de los padres de la novia hasta que pudieron alquilar su propio lugar, siempre en Barracas. Pronto, a los dos años de casados, Edgar y Alicia tuvieron a su primera hija, María Silvina -mamá de quien nos relata esta historia-, y sucesivamente con un año de diferencia llegaron María Laura, María Eugenia y, unos diez años más tarde, María Andrea.
“Mi abuelo era pediatra, trabajaba un montón. Mi abuela las
cuidaba todo el tiempo (a las hijas)”, explica Cata que Alicia se jubiló joven,
“en el 80 y pico mi abuela tomó una jubilación especial que había en ese
momento entonces dedicó toda su vida a las nenas”.
Ya sea porque se habían flechado viajando o simple casualidad del destino, lo cierto es que al matrimonio le encantaba pasear; cada vez que Edgar tenía vacaciones en los hospitales Rawson o Argerich, donde desarrolló gran parte de su carrera, “viajaban mucho con las chicas en casa rodante por todo el país. Les queda visitar dos provincias nada más: Chaco y Formosa”, apunta la nieta que asegura que si Edgar pudiera hoy seguiría viajando.
“Me emociono con los comentarios que me llegan para mi
abuelo”, confiesa Cata, explicando que a raíz del video que hizo y se viralizó
-hoy supera las 14.6 millones de visualizaciones en TikTok- muchos pacientes lo
están encontrando y recibe cantidad de mensajes. “Él (Edgar) me dice ‘me la
estoy empezando a creer’ porque cada comentario que me llega, le hago
screenshot y se lo mando, y le digo, ‘¿te acordás de tal persona?’, y se
acuerda del paciente ¡y de su historia! Nosotros sabemos que sus pacientes lo
recuerdan como el Doctor Colombo, el querido pediatra de Barracas; le tuvieron
mucho amor y todo el barrio lo conoce”.
Además de ejercer como pediatra en los hospitales, Edgar
tenía su consultorio privado de la calle Aristóbulo del Valle llegando a Montes
de Oca, que dejó de atender a los 80 años en 2017, “y dejó lo por mi abuela
porque si era por él seguía”. Edgar siempre estaba trabajando, “y mi abuela
iba, le llevaba el almuerzo, también fue su secretaria casi toda su vida.
Pasamos todos por secretarios de mi abuelo, ¡hasta yo!”, recuerda Cata con
cariño.
Catalina tenía 10 años cuando Alicia comenzó a perder la
memoria. “Toda la vida de mi abuela lúcida viví en Comodoro Rivadavia”, aclara
Cata con pena de haber estado lejos sus primeros diez años, “pero pasé mucho
tiempo con ellos porque venía todos los veranos e inviernos; y ellos iban dos
veces al año a visitarnos. Tuve mucha relación aunque los veía poco”.
En el 2006 Alicia enfermó, año que coincidió con la vuelta
de Cata y su familia a instalarse en Barracas. Alicia tenía sólo 66 años para
recibir tan temprano diagnóstico, “era muy joven así que fue un golpe muy duro.
Mi abuelo se había jubilado en 2005 y su idea era seguir viajando por el país e
ir conociendo lo que les quedaba; pero con eso medio que quedaron ahí los
planes, en la nada…”, refiere en cuanto a que Edgar dejó el hospital y se quedó
sólo con el consultorio.
Propio del Alzheimer, el trastorno demoró sus años en
evolucionar. “Mi abuela tardó 15 años en llegar a este estado. En ese momento
no era lo que es ahora, tal vez se olvidaba de cosas chiquitas”. La realidad es
que Edgar al ser médico, enseguida reconoció indicios de la enfermedad. “Pensá
que mi abuelo es médico, o sea, vio todos los síntomas desde el primer momento,
como por ejemplo que mi abuela dejaba el tenedor de un lado mientras comía e
iba a buscarlo del otro; o guardaba cosas y no las encontraba”, Cata comenta
detalles que tal vez para el común de los humanos pasarían de largo. “Me
acuerdo que mi abuelo se enojaba no con ella sino de la situación. También por
muchos años yo no supe qué tenía; mi mamá me decía ‘la abuela está enferma y se
olvida las cosas’ pero nunca fue ‘la abuela tiene Alzheimer’”, reconoce que era
lo normal debido a sus diez años. “Me enteré a los 15 qué era lo que tenía, con
nombre”.
Lo que en un inicio fueron sólo episodios de memoria, con
los años Alicia comenzó a tener problemas en el habla, también propio de la
enfermedad, “se le trababan las palabras o no le salía lo que quería decir”, y
más adelante le costó caminar. “Por suerte nunca tuvimos situaciones de que
salga a la calle y se pierda”.
Con el avance del Alzheimer, Edgar se ocupó de ir
acondicionando la casa para que su “Alicita” estuviera cómoda. “Viven en una
casa de varios pisos -la misma que habitaban con sus cuatro hijas- y cuando
ella ya no podía subir escaleras, mi abuelo le construyó una habitación en el
quincho de la planta baja, que es donde está ahora”, y también es dónde él la
visita varias veces por día, previo ritual de coquetería. “Mi abuelo siempre
dice ‘nunca voy a llevar a la abuela a un geriátrico’ -lo supo desde el primer
momento-, y es uno de sus principios. Siempre estuvo negado a eso y tampoco
nunca lo necesitamos”, entiende Cata, enumerando que se van turnando entre
todos los integrantes de la familia, entre hijos, tíos, primos, nietos y,
principalmente, el mismo Edgar para ocuparse de que Alicia esté bien.
Así es que desde hace casi 15 años, Edgar baja desde su
cuarto, también nuevo porque no soportó convivir con el vacío que había dejado
su amada mujer. “Una vez que mi abuela dejó la habitación matrimonial, él se
mudó a un cuarto más chiquito abajo. Es más, a ese cuarto él debe haber entrado
una o dos veces desde ese momento, y yo no entré nunca todavía: siento que me
daría mucha ‘cosa’ entrar. Está ahí toda su ropa y quedó todo cerrado, la
cortina baja, no tiene llave ni nada, podría ir tranquilamente pero siento que
el olor de esa habitación es el olor de mis abuelos. Sería muy raro volver a
entrar, probablemente me haría llorar”, se conmueve Cata, “y quiero evitar eso
por ahora”, suma con ternura.
Aunque por sus obvias dificultades de un hombre de 86 no puede levantar peso ni realizar esfuerzos excesivos, “él siempre está ahí mirando -comenta divertida la nieta de Edgar-, vos no podés ir a darle de comer a mi abuela si él no está presente, ¡es un hincha pelota en ese sentido! ¡No le gusta!”, obviamente que su tono de voz tiene directamente que ver con el amor más que con la crítica. “No podés hacerlo si él no está supervisando -Cata abre los ojos como huevos queriendo mostrar un gesto de inspección extrema- como si fuéramos extraños manejando a mi abuela”, narra, describiendo lo que sigue, “él va, se sienta al lado, le da la mano, le habla, le canta, todos los días, dos veces por día por lo menos”. Edgar siempre se asegura de que su mujer esté limpia y que no le falte nada, sobre todo cariño. “Mi abuelo es muy de creer que la persona enferma tiene que tener a sus afectos cerca y mostrarle que estás ahí”, dice Cata moviendo su cabeza a modo de afirmación, “siempre la jode con esto de ‘¿quién soy?, ¿me reconocés?, ¿te acordás de mí?’, como para mantenerla conectada con la realidad porque, dice, que lo único que ella tiene es el instante”, señala con respecto al Alzheimer. “A mi abuelo es al único que reconoce”.
Santiago, el mayor de la decena de nietos Colombo, podría
decirse que es el segundo amor de la vida de Alicia. “Mi abuela lo ama”, dice
Cata haciendo un staccato en las dos últimas palabras. “Mi primo que me lleva
10 años, tuvo diez años de él solo para mis abuelos, fue el que más la disfrutó
en su tiempo de lucidez. Así que va, le pone música clásica, y están juntos
horas, agarrados de la mano”, cuenta Cata con simpatía y sin rencores, “todos
-habla de sus primos- la jodemos con eso, ‘Ay, Santiago es tu preferido’”, que
aunque en la actualidad nada de eso existe a ciencia cierta, cuando todavía a
Alicia le quedaba algo de permanencia en el hoy, el espectáculo de Santiago se
hacía evidente. “Ahora ya no, pero antes cuando él entraba a la habitación,
veías como mi abuela sonreía y se le iluminaba la cara”, explica la joven
queriendo reseñar la sensación de cuando a alguien se le enciende el rostro y,
con este, la vida misma.
También Miguela -”la chica que limpia que es una más de la
familia”- lo ayuda a Edgar en el día a día a levantar a Alicia que, de todos
modos, en la casa de Gaspar Melchor de Jovellanos, siempre hay gente de la
familia entrando y saliendo en pos de colaborar. Igual que Lidia y Mariel
-amigas de toda la vida de Edgar y de Alicia desde la época que ella trabajaba
de maestra jardinera en el Santa Felicitas-, adoptadas por los Colombo como
tías, siempre están presentes con llamados, cebando mates o como sea, para
cuidarlos.
De cualquier forma, a Edgar no le gusta ausentarse demasiado
de su hogar. “Estamos llenos de gente que se puede quedar con mi abuela pero él
casi no sale; no le gusta estar más de media hora fuera de su casa”, y por más
de que sus nietos bromean diciendo ‘la abuela no se va a ir a ningún lado’,
seguramente él teme que suceda aquello que no se menciona.
Alicia ya no habla con palabras. “Puede ser que nos
reconozca, pero como no puede hablar…”, distingue Cata que hasta hace un tiempo
sólo vocalizaba su palabra favorita: “Enrique”, como a ella le gustaba llamar a
su marido. Ahora que su voz se apagó, sólo su mirada permanece aunque también
perdida, “cuando te mira, no sabés si te está mirando o viendo ‘más allá’
-indica la nieta señalando la nada misma, “es re difícil hacer contacto visual
con ella”, salvo milagros, y aclara, “¡a mi abuelo sí! Mi abuelo le dice
‘mirame’, y lo mira, lo re mira”, subraya feliz, “y él le dice ‘me das un
besito’, y se lo da”.
Edgar repite frecuentemente la frase “qué lástima que nos
pasó esto”, pero su fortaleza para mostrarse entero por y para Alicia se
destaca ante todo. “No lo he visto llorar, creo que nunca. Pero sí estoy segura
que a la noche le debe agarrar…”, y le cuesta varios segundos poner en palabras
lo que al fin describe como a un santo, “lo escuchás y decís ‘wow’, es muy
sabio; a todo le encuentra un lado positivo. Siempre me dice que su lema de
vida es ‘lealtad y agradecimiento’ y agrega, ‘cómo no voy a hacer todo lo que
hago por la abuela si ella hizo todo por mí’. No lo ve como algo feo; siente
que es su deber y lo hace feliz cuidarla”, claro que debería ser la norma pero,
en cambio, lo de Edgar es remarcable.
Él está impecable, tanto física como mentalmente, “más
impecable que yo; no se entiende el cerebro de ese hombre -dice con dulzura
sobre su abuelo-, se la pasa estudiando, leyendo papers sobre medicina como si
estuviera ejerciendo todavía, está todo el tiempo actualizado en todo. Si
escucha en la tele sobre algo que no sabe lo busca enseguida en su celular para
instruirse, y después va y te cuenta y te lo repite tal cual”, expone con
admiración Cata. Aunque uno puede sospechar que este genio del presente puro
tenga su alma algo rasgada por no tenerla a su “Alicita” en su máxima
expresión. Sin embargo, Edgar entiende que hoy está con él y la goza con una
alegría contagiosa.
Edgar se ocupó de absolutamente todos los detalles para que
su mujer siga participando de cada momento de los Colombo: “En las fiestas o en
las reuniones, cuando estamos todos en el living y ella no puede venir, está
pero no está”, Cata se refiere al sistema que el abuelo instaló para que Alicia
siga disfrutando de su familia, así como los suyos de su presencia. “Mi abuelo
tiene una tablet con la cual puso una camarita de seguridad en la habitación
para poder verla. Así, mira todo el tiempo cómo está mi abuela, sobre todo a la
noche: él duerme con la tablet a su lado y se despierta una vez por hora a
mirar que ella esté bien. Y en los cumpleaños coloca la tablet así -señala,
ubicando la palma de su mano justo pegada a su hombro- y posa con la tablet
para que mi abuela esté en la foto, eso es…”, se quiebra y las palabras sobran
pero necesita agregar, “esas son las partes más difíciles. O en Navidad cuando
brindamos, mi abuelo dice ‘permiso, ya vengo’, y se va y se acuesta un rato con
mi abuela”. Todo sucede en la casona de Barracas que, aunque podría reinar la
pena, cada jornada se siente un verdadero clima de ‘noche de paz, noche de
amor’.