
El maíz es, sin dudas, un cultivo fascinante. Con una producción mundial estimada en 1286 millones de toneladas en 2025/26, es el principal cultivo global en volumen y el segundo en superficie sembrada, detrás del trigo. Está profundamente arraigado en nuestro país: se calcula que el maíz llegó al norte argentino hace más de 3600 años y que, ya en la Colonia, se lo cultivaba con fines comerciales. Entre 1968 y 1978 el INTA recolectó muestras de maíces nativos que dieron origen a un trabajo clave para el mejoramiento genético nacional, reflejado en el Catálogo de Germoplasma de Maíz Argentino.
Durante décadas, científicos e investigadores de todo el mundo aplicaron los avances de la ciencia y la tecnología para perfeccionar la genética del maíz. Más de 140 características del cultivo fueron objeto de mejoramiento, con el rendimiento como la más relevante. El maíz además fue el principal foco de la industria semillera y uno de los cultivos que más avances tecnológicos incorporó en el último siglo: desde el descubrimiento del vigor híbrido y la biotecnología, hasta la fertilización moderna, los productos de protección y las herramientas digitales que optimizan las decisiones en el campo. Hoy, incluso, estamos a las puertas de los productos editados genéticamente.
¿Estamos realmente aprovechando toda esa innovación? ¿Los productores argentinos están “exprimiendo” al máximo el potencial del maíz?
A primera vista, la respuesta parecería afirmativa. Según la Bolsa de Comercio de Rosario, en los últimos 100 años el rendimiento promedio del maíz en la Argentina se multiplicó por más de cinco, pasando de 1421 kg/ha en 1923 a más de 7100 kg/ha en la última cosecha (2024/25). Sin embargo, tres indicadores sugieren que aún no estamos explotando todo el potencial productivo.
●Crecimiento relativo menor: en los últimos 20 años, la producción argentina se multiplicó por 2,4, mientras que en India lo hizo por 3 y en Brasil por 3,9. Parte de esa diferencia se explica por la expansión del área sembrada, pero también refleja nuestro peso decreciente en la producción global. Sobre esa expansión, es claro que una mejor rentabilidad del cultivo podría habilitar el crecimiento del área agrícola hacia zonas hoy no rentables. La tecnología actúa como un habilitador clave, pero las variables de contexto (infraestructura, macroeconomía y retenciones) siguen limitando esa expansión.
●Brecha de productividad: aunque el rendimiento promedio nacional ronda las 7 t/ha, los ensayos de investigación suelen superar las 22 toneladas. Si bien las condiciones de campo y experimentales no son estrictamente comparables, diversos estudios estiman que existe una brecha de al menos 30% entre lo que el productor podría obtener y lo que efectivamente logra.
Cerrar esa brecha requiere una mayor adopción tecnológica y manejo de precisión. La tecnología disponible en semillas, junto con las mejores prácticas agrícolas, permite explorar techos productivos que el país aún no alcanza en promedio. Además, la incorporación de herramientas digitales multiplica el valor de las decisiones agronómicas y del conocimiento generado.
●Variabilidad de rendimientos: la marcada fluctuación interanual responde, en gran medida, a la variabilidad climática y a la amenaza constante de enfermedades del cultivo. Sin embargo, está demostrado que un mayor nivel tecnológico no solo permite acercarse a los techos productivos, sino también reducir pérdidas frente a eventos extremos como sequías, excesos hídricos o enfermedades emergentes, como el achaparramiento del maíz.
La tecnología, entonces, no debe pensarse solo como un medio para llegar más alto, sino también como un seguro productivo que eleva las bases y amortigua los impactos del clima y del ambiente.
¿Podemos imaginar una Argentina con más de 100 millones de toneladas de maíz? Sí, sin dudas. El camino es seguir aplicando todo el conocimiento y la tecnología disponibles —y los que están por venir— para expandir el área, explorar los límites productivos y estabilizar rendimientos, incluso frente a condiciones adversas.
El potencial está en la tecnología disponible y en el productor argentino, que ha demostrado liderazgo en la adopción de innovación. Solo se necesita una decisión colectiva de aprovechar plenamente ese potencial.
El autor es vicepresidente global de Mejoramiento Genético de Bayer



