
“Como pediatra fue el mejor. Salvó un chico que llegó al hospital muerto, le hizo masaje con dos dedos en su corazón y el bebé lloró. Eso lo vimos las enfermeras de neonatal. Paz a los padres de Daniel y que Dios lo haya perdonado. Todos los seres humanos pecamos”, posteó una mujer.
Lejos de ser un caso aislado, pronto aparecieron otras reflexiones en el mismo tono. Por ejemplo: “Digan lo que digan, a mí me salvó la vida y soy testigo y estoy agradecido a Dios que lo puso en mi camino”.
Entre esos posteos surgió el relato de una mujer que contó cómo la atendió fuera del horario laboral y, de manera rotunda, le salvó la vida ante un cuadro que sus colegas no lograban diagnosticar. Tampoco faltó un comentario que intentó combinar las distintas miradas sobre el médico: “Era un excelente pediatra y hacía bien su trabajo. Luego se transformó en Esteticista y llevó a cabo actos impropios, así terminó en la cárcel”.
Desde la visión binaria que solemos proyectar sobre los demás, esa tendencia a “medir” y “etiquetar” al otro —propia de un racionalismo extremo que ha moldeado nuestra mentalidad—, como si pudiéramos conocer en detalle la complejidad y el misterio de cada vida cuando ni siquiera nos conocemos a nosotros mismos, es comprensible que comentarios benevolentes hacia una persona condenada por la Justicia provoquen indignación. En esa indignación suele ocultarse, probablemente, una confusión respecto de los límites y alcances del accionar del sistema judicial.
Antes de intentar responder la pregunta del título —si el Poder Judicial juzga a la persona en su totalidad o se limita a juzgar conductas puntuales tipificadas como delitos— me vienen a la mente dos textos literarios muy distintos entre sí, pero con un punto de confluencia. El primero es un cuento del “Negro” Roberto Fontanarrosa; el segundo, “Sabiduría de un Pobre”, sobre la vida de San Francisco de Asís.
El cuento se titula “Dudas sobre Ifat, el Eritreo”. Kassa vio cómo Ifat mató una de sus cabras por sorprenderla comiendo dátiles de la huerta. Indignado, Kassa fue a contárselo a su padre, Habta. En tiempos de la Ley del Talión, Habta no dudó y comenzó a afilar la espada para matar a Ifat. Pero al día siguiente pasó algo desconcertante: el propio Kassa fue atacado por un tigre y arrojado al vacío en medio de una tormenta. ¿Y quién lo socorrió? El mismo Ifat, el que había matado la cabra. Entonces Habta dejó de afilar la espada y cayó en una gran confusión: ¿es bueno o es malo Ifat, el Eritreo? Torturado por la duda, acudió a un supuesto sabio (que de sabio no tenía nada) que le respondió: “Habta, todos los hombres que viven del otro lado del río son malos. Y todos los hombres que viven de este lado del río son buenos”.
¿Quiénes cumplen hoy ese papel de “sabios” que simplifican la realidad humana y dividen tajantemente bandos, separando la paja del trigo? ¿Algunos líderes políticos, tal vez? ¿Los medios que a veces alimentan esa visión? ¿La virulencia impiadosa de tantos usuarios en las redes, erigidos en jueces supremos? ¿El propio Poder Judicial? ¿Algunas iglesias o representantes religiosos?
En cuanto al libro “Sabiduría de un Pobre”, de Eloi Leclerc, hay un pasaje en el que Francisco de Asís es interpelado por el hermano Tancredo, que exigía “mano dura” para castigar a los “malos” apelando a la “cólera de Dios”. El santo le respondió: “Si el Señor quisiera arrojar de delante de su rostro todo lo que hay de impuro y de indigno, ¿crees que habría muchos que pudiesen encontrar gracia? Seríamos todos barridos, pobre amigo mío. Nosotros como los otros. No hay tanta diferencia entre los hombres desde este punto de vista. Felizmente, a Dios no le gusta hacer limpieza por el vacío. Eso es lo que nos salva”.
Retomando la pregunta inicial: ¿qué juzga el sistema judicial y cuáles son sus límites? Cabe aclarar, de paso, que hablamos de un sistema judicial siempre “imperfecto”, como imperfecta es cualquier obra humana y como imperfectos somos cada uno de nosotros; una premisa que no deberíamos dar por descontada.
La cuestión es más profunda de lo que parece y tiene implicancias legales y morales. El sistema judicial está “diseñado” para juzgar los hechos y acciones puntuales de las personas; es decir, los actos que son objeto de una acusación. No está a su alcance juzgar a las personas en su totalidad. Se enfoca en los comportamientos, decisiones o hechos específicos que se le atribuyen, basándose en pruebas, y siempre y cuando esos hechos estén tipificados como delitos por las leyes aprobadas por el Congreso. Leyes que, dicho sea de paso, no son inmutables y pueden variar según las épocas, haciendo que una misma conducta en un tiempo sea tenida por delictiva y en otro tiempo ya no. Y viceversa.
Insisto: la Justicia NO juzga a la persona en su conjunto. Si decide condenar, esa condena se limita al acto o conjunto de actos que han sido demostrados más allá de la duda razonable, conforme a la legislación vigente.
En el caso de Daniel Ojeda, la Justicia se centró en las cirugías clandestinas que causaron muertes. El rol del sistema judicial se reduce a evaluar si esos hechos ilícitos denunciados efectivamente ocurrieron, si el imputado fue responsable y si la gravedad de los hechos justifica una pena. Hasta ahí llega su alcance. Ojeda pudo haber salvado —antes o después de esos comportamientos punibles— millones de vidas, pero eso escapa al terreno sobre el que debe deliberar la Justicia.
Por eso mismo, el sistema judicial no puede ni debe emitir conclusiones de índole moral tales como “fulanito es malo” o “menganito es bueno”, juicios a los que solo se podría arribar desde una perspectiva que ningún “ojo” humano está en condiciones de sostener. Cada persona es un Misterio inabarcable, insondable, al que haríamos bien en abstenernos de aplicarle nuestras siempre muy precarias “medidas”.
En el rito católico, la Misa incluye una oración por todos los difuntos que añade una expresión que, por repetida, tal vez ya no nos conmueve: “cuya fe solo Tú conociste”. Suena a un reconocimiento explícito de que ningún humano puede “medir” al otro en la integridad de su vida. Solo Dios puede conocernos hasta el último pliegue de nuestro ser.
Por tanto, el Poder Judicial debe evitar la pretensión de emitir un juicio integral sobre las personas. En la medida en que se limite a juzgar hechos puntuales, se acercará a la objetividad y a la consistencia necesarias en sus decisiones. El veredicto debe depender exclusivamente de las pruebas y de la tipificación legal de un hecho como delictivo, evitando así todo juicio definitivo sobre la persona acusada.
Finalmente, ¿significa lo anterior un intento de “minimizar” las graves responsabilidades que la Justicia atribuyó al doctor Daniel Ojeda y que costaron dos muertes? De ninguna manera. Si fue juzgado con debido proceso, por jueces imparciales y en base a pruebas, el médico debe cumplir las condenas impuestas. Es lo mínimo que puede exigirse frente a los familiares y amigos de las víctimas, aun cuando eso no alcance para devolverles a sus seres queridos.
Siendo así, ¿está mal que las personas rescaten obras buenas de Ojeda? De ninguna manera. Más aún, si se trata de experiencias directas, es muy noble que las expongan. Con ese rescate, nos ayudan a todos a reconocer los límites del sistema judicial como también los límites de todo parecer humano respecto de la vida de los otros. También sirven de consuelo para los familiares directos de Ojeda, que seguramente conocieron facetas de su conducta y su carácter muy distintas a las que se evaluaron en los tribunales.




