
Casi sin aliento, Marta salió de la sinagoga Tefilá leMoisés de Basavilbaso y recorrió, tan rápido como le dieron las piernas, elinterminable trayecto de dos cuadras hasta su casa, en la calle Quiroz.
-¡Llegó el Presidente! -le dijo a una de sus hijas, quemiraba atónita cómo Marta sacaba los knishes de papa del horno y los ubicaba enlos platos, que, un rato más tarde, quedarían completamente vacíos. Antes desalir, sacó de la vitrina la copa que la bobe Sara había atesorado durantedécadas. Se utilizaba solo en las grandes ocasiones y, claramente, la presenciade un presidente, a principios de octubre de 2019 y por primera vez en lahistoria del pueblo, ubicado en el sur de Entre Ríos, era una de ellas.
El rústico baúl de un barco que zarpó desde Europa a finesdel siglo XIX fue el primer refugio de la copa, mezclada entre las escasaspertenencias con las que Elías Jaimovich y su familia arribaron al puerto deBuenos Aires. Desde allí, los recién llegados formaron parte de la legión decolonos judíos provenientes de Rusia, Polonia o Lituania, a los que la JewishColonization Association del barón Mauricio Hirsch les alquiló un pedazo detierra entrerriana para que pudieran trabajarla y comenzar allí a forjar sussueños, dejando atrás un pasado de pobreza y persecuciones.
En la línea 20, frente a las vías del ferrocarril y a pocoskilómetros del pueblo, su hija Sara Jaimovich -ya casada con Adolfo Hurovich,también hijo de inmigrantes judíos venidos de la convulsionada Rusia zarista-crió a sus seis hijos. A pesar de las dificultades -la comida no siemprealcanzaba, los inviernos eran crudos-, los recién llegados a esos parajes tandesolados como prometedores no dejaron de recordar de dónde venían. Fundaronotra sinagoga, llamada Novibuco, en medio del campo. Crearon bibliotecas quellenaron de libros en idish, el idioma de la diáspora europea. Levantaroncementerios para honrar a sus muertos, hospitales para atender a sus enfermos ycelebraron en las instituciones cada fiesta comunitaria, mientras les daban labienvenida a nuevos integrantes de la familia.
También crearon la cooperativa Lucienville, la primera delpaís, para obtener créditos y, así, el necesario rédito del implacable trabajoagrario, sin vacaciones ni descanso. Se convirtieron, como bien lo describieraAlberto Gerchunoff, en aquellos gauchos judíos que abrazaron la Argentina comosu tierra prometida y donde podían ser libres.
La vida en el campo mezcló a las colonias de judíos rusoscon inmigrantes italianos y una alta proporción de familias alemanas,igualmente deseosas de “hacer la América” y dejar atrás la Europa delas guerras y el hambre. La convivencia fue, camino de tierra y alambradamediante, armónica y diametralmente opuesta a la violencia irracional quedesataría, a mediados de los años treinta, la maquinaria industrial de lamuerte del nazismo sobre la judería europea.
El tiempo y la integración a la sociedad argentina hicieronlo suyo. Mientras las colonias judías desaparecían (llegó a haber cerca de 170en la primera década del siglo XX), los Hurovich se mudaban del campo al puebloy varios de sus hijos buscaban mejores horizontes en Concepción del Uruguay,Buenos Aires o Beer Sheva, en Israel. La movilidad social ascendente de aquelpaís agrietado, pero pujante, permitía que los hijos superaran a los padres,obtuvieran un título universitario, conocieran el mundo y hasta volvieran, depaseo, al Viejo Continente, del que debieron irse casi con lo puesto.
Permaneció, inamovible y como en tantos otros casos, elreencuentro anual de la familia, con la casa de Adolfo y Sara como punto dereferencia. La copa relucía, claro, en cada brindis compartido, en cada Kidushde Shabat, en el que se brindaba por la alegría de estar vivos y juntos.
A fines de los años ochenta, por obra y gracia de lapolítica, el tren dejó de pasar por Basavilbaso. Al igual que muchísimas otraslocalidades del interior, el pueblo entró, entonces, en un letargo del que lecostaría reponerse. Muchos otros optaron por irse, y la comunidad judía quedóreducida a unos pocos veteranos, que miraban con nostalgia aquellos tiempos deexpansión y desarrollo, en los que sobraba la esperanza en el porvenir.
La llama, de todos modos, nunca se apagó por completo. Yaquel día soleado de octubre, un presidente llegó a la vieja sinagoga. “Lasolidaridad, el esfuerzo compartido que siempre hemos encontrado en lacomunidad, ha sido espectacular”, dijo Mauricio Macri, mientras alzaba lacopa de la bobe, en el púlpito de la sinagoga. Elías, mi bisabuelo, habríaestado orgulloso.




