
Esta semana, el gobernador Rogelio Frigerio celebró con entusiasmo la baja de retenciones al campo dispuesta por el presidente Javier Milei. Una “baja” que, en realidad, no es más que la corrección del aumento que el propio Milei había impuesto al comenzar su gestión. Frigerio la presenta como un logro para el desarrollo, la inversión y el empleo, mientras en paralelo impulsa el cierre de 300 escuelas rurales en Entre Ríos.
Esa contradicción no es menor.
Porque las escuelas rurales también son el campo.
Son parte de la trama que sostiene la vida en la ruralidad. Son el lugar donde estudian los hijos e hijas de peones rurales, de pequeños productores, de familias que aportan todos los días a la riqueza productiva del país, muchas veces en condiciones precarias.
La distribución de la riqueza que se produce en la Argentina agropecuaria no solo debe beneficiar a los "dueños de las empresas" sino también y necesariamente a quienes con su trabajo aportan a genenerarla y a sus familias.
Cerrar esas escuelas es condenar a cientos de comunidades al desarraigo. Es quitar el derecho a la educación a niñas y niños que viven en el campo. Es profundizar un modelo que concentra la riqueza en unos pocos y abandona a quienes trabajan y habitan el territorio.
Desde el gobierno provincial se habla de reorganización y eficiencia. Pero lo cierto es que esta medida se inscribe en una política nacional de ajuste, que privilegia los negocios por sobre los derechos.
Frigerio aplica el mismo criterio que permitió la sanción de la Ley 26117 de Agrotoxicos. Una normativa regresiva que redujo las distancias de fumigación a solo 150 metros de escuelas y viviendas rurales, debilitando gravemente el cuidado de la salud, sólo por priorizar los intereses de un sector, y afectar siempre a los mismos: familias rurales, estudiantes, docentes.
A esto se suma la eliminación del fondo nacional de incentivo al transporte para estudiantes rurales, otra medida del gobierno nacional que golpea directamente a las infancias del interior. Sin transporte escolar y con cierres de escuelas, se desmantela el derecho a estudiar en el lugar donde se nace, crece y trabaja. Se pretende que el único destino posible para quienes viven en el campo sea el desarraigo. No es casual: es una política sistemática de expulsión.
Las escuelas rurales no son gasto, ni obstáculo. Son parte esencial del entramado rural, espacios de encuentro, arraigo y construcción comunitaria. Su cierre no solo afecta la educación: atenta contra la vida misma en la ruralidad.
La ruralidad no se defiende con discursos, sino con presencia del Estado.
Ningún modelo de desarrollo es viable si excluye a quienes lo sostienen. Si Frigerio y Milei quieren hablar del campo, que empiecen por garantizar derechos a quienes lo habitan. Y que no se equivoquen: cerrar escuelas es abrir heridas. Y los pueblos no olvidan.
(*) Diputada nacional