
El impulso exportador de gas-de-vaca-muerta-a-europa-durante-ocho-anos-tras-un-acuerdo-energetico-historico.phtml">Vaca Muerta y la minería se presenta como un destino que, se supone, resolverá gran parte de nuestros problemas. En otra columna empleamos la metáfora de “La Tierra Prometida”. La hipótesis central del plan de Javier Milei sostiene que, en pocos años, Argentina duplicaría sus exportaciones por habitante al sumar a las ventas del campo otras dos turbinas del mismo tamaño: minería y energía. Según ese razonamiento, habría que endeudarse para construir puentes hasta 2030, por ejemplo, porque cuando desaparezca la limitación de divisas se reduciría nuestro riesgo país a 100 puntos básicos, la deuda dejaría de ser un problema ya que se renovaría indefinidamente y los intereses no serían un costo relevante porque la tasa de interés sería equivalente al crecimiento del PBI, del 4% en ese escenario.
En esa Argentina ideal no haría falta fabricar lo que pueda importarse más barato: sobrarían dólares para traerlo gracias a los excedentes exportadores, y el empleo perdido en industrias y PyMEs cerradas se absorbería por nuevos puestos en el comercio y los servicios que venderían esos bienes importados más baratos, para satisfacción de los consumidores. No obstante, exprimir al máximo la capacidad exportadora de nuestros recursos naturales no garantiza por sí mismo que nos transformemos en una nación desarrollada.
Argentina está en una encrucijada y de las decisiones que tomemos hoy dependerá si avanzamos por la senda de Noruega, que a partir de la exportación hidrocarburífera elevó el nivel de vida de su población y alcanzó un PBI per cápita de 30 mil dólares, o por la de Nigeria, igualmente rica en petróleo y gas, pero cuya renta exportadora se concentra en una élite reducida y mantiene un PBI per cápita de 800 dólares.
¿De qué depende optar por uno u otro camino? ¿Dónde estamos hoy? Podría decirse que Argentina avanza en estructura económica hacia una Noruega, orientada a los servicios, pero con una población diez veces mayor y una distribución que tiende a parecerse más a la nigeriana, aunque con una clase media que resiste. Hoy somos “Norugeria”.
El término “maldición de los recursos” fue acuñado por el economista británico Richard Auty en 1993 y describe la paradoja de países ricos en recursos—como petróleo o gas—que, pese a su abundancia, registran menor crecimiento económico, mayor desigualdad y más inestabilidad política que naciones con menos recursos. Japón fue en su momento un ejemplo citado.
Esto sucede porque el ingreso masivo de divisas aprecia la moneda local y destruye la competitividad de industrias no vinculadas al recurso exportable (el llamado “mal holandés”). Además, el fácil acceso a la renta del recurso fomenta la corrupción, el gasto excesivo y las disputas por el control de esa renta, socavando las instituciones democráticas.
No obstante, Noruega es el contraejemplo: aquí no se observa una maldición de los recursos naturales. Tampoco es una bendición automática; podríamos hablar más bien de libre albedrío. Algunos países reciben recursos naturales y luego sus ciudadanos debaten y deciden cómo administrarlos para el desarrollo. Tanto la maldición como la bendición no son destinos inexorables: acá tenemos Vaca Muerta, el litio y el cobre. Nos toca a nosotros decidir. ¿Cómo lo hicieron otros?
La prosperidad noruega no fue fruto del azar ni de una herencia milenaria, sino la consecuencia de decisiones políticas y económicas adoptadas en la segunda mitad del siglo XX. Hasta mediados de ese siglo, Noruega no era el “paraíso nórdico”: era uno de los países más pobres de Europa Occidental, con una economía basada en la pesca, la madera y una industria modesta. Tras la independencia plena de Suecia en 1905 (y una previa dependencia de Dinamarca), su estructura fiscal siguió siendo limitada y la falta de oportunidades impulsó una emigración masiva hacia lugares como Estados Unidos. La economía se consideraba de ingresos medios bajos hasta 1970.
El giro decisivo llegó a fines de los 60 y comienzos de los 70 con el descubrimiento de vastas reservas de petróleo y gas en el Mar del Norte. Lo crucial no fue solo el hallazgo, sino la respuesta institucional: la dirigencia política, en un amplio consenso socialdemócrata, adoptó medidas para evitar la “maldición de los recursos”. Se impusieron condiciones estrictas a las petroleras privadas, que debían asociarse al 50% con la empresa estatal, garantizando que la mitad de la renta quedara en manos del Estado y reforzando su capacidad fiscal. Lo más distintivo fue la creación, a principios de los 90, del Fondo Global de Pensiones del Gobierno, conocido como el Fondo del Petróleo.
El mandato principal de ese fondo fue ahorrar los ingresos petroleros e invertir la riqueza globalmente para las futuras generaciones y para tiempos de vacas flacas. Así, la economía se protegió de los flujos volátiles del petróleo y se mitigó el “mal holandés” al limitar la cantidad de coronas que ingresaban directamente a la economía.
El mal holandés aparece cuando el descubrimiento y la exportación masiva de un recurso (petróleo, gas, cobre) provocan una gran entrada de moneda extranjera al país. Esa afluencia tiene dos efectos principales. El primero, la apreciación de la moneda: las divisas ingresan y aumentan la demanda de la moneda local, que se fortalece y encarece los productos y servicios nacionales para compradores extranjeros.
Como consecuencia de la apreciación, los bienes de la industria no petrolera (manufactura, agricultura, industria tradicional) se vuelven demasiado caros en el mercado internacional y pierden competitividad. Además, inversión y mano de obra se trasladan al sector del boom o a servicios internos, debilitando la base industrial del país.

En Noruega, los recursos se volcaron al presupuesto para fortalecer el Estado social y el capital humano, consolidando sistemas de salud y educación de alta calidad. Eso generó una fuerza laboral especializada que permitió diversificarse hacia actividades basadas en el conocimiento, servicios sofisticados y tecnología (como la industria marítima y la acuicultura), sectores menos sensibles a la apreciación de la moneda que la manufactura tradicional. Gracias a una gestión eficiente y a una visión de largo plazo que priorizó el ahorro sobre el gasto inmediato, Noruega dejó de ser un país periférico y se convirtió en uno de los más ricos y equitativos del mundo, con un crecimiento acelerado y un Estado social robusto desde 1970.
Su estructura económica está diseñada para aislar la enorme riqueza petrolera y gasífera: los ingresos por exportaciones de hidrocarburos y las inversiones relacionadas representan miles de millones de dólares (o billones de coronas) anuales.
Pero la clave no es la magnitud de la entrada sino su distribución. La mayor parte de esas ganancias se canaliza al Fondo Global de Pensiones del Gobierno, el fondo soberano, cuyo valor supera los 1.6 billones de dólares. Para ponerlo en perspectiva: la deuda externa argentina—FMI, Tesoro de EE. UU., bonos y otros instrumentos—sería algo así como 350 mil millones de dólares. El valor del Fondo Soberano noruego es 4 veces toda la deuda externa argentina. Y 30 veces la deuda argentina con el FMI.
Del fondo, el Estado solo permite gastar una fracción muy pequeña en el presupuesto anual: la regla fiscal ronda el 3% o menos del valor del fondo. Eso no solo preserva recursos para las generaciones futuras, sino que evita el sobrecalentamiento y mitiga la apreciación de la moneda, cumpliendo un rol de cortafuegos económico.
En términos de empleo, Noruega es una economía de servicios desarrollada: aproximadamente el 80% de la fuerza laboral trabaja en el sector servicios. Dentro de ese universo, el sector público es un empleador masivo, ocupando cerca del 30% de la fuerza laboral, una proporción elevada que refleja el tamaño y la universalidad de su Estado de Bienestar. La industria, incluida la minería y el sector petrolero, genera la mayor parte de la riqueza exportable, pero emplea directamente a una minoría de la población.
En materia de equidad, Noruega se destaca globalmente. Tiene uno de los coeficientes de Gini más bajos del mundo, lo que indica un alto nivel de igualdad en la distribución del ingreso, sostenido por una negociación salarial centralizada y un sistema tributario muy progresivo.
Comparado con Nigeria, el contraste en la conducta del establishment es abismal: en Noruega, la gestión de la riqueza es reconocida por su transparencia y rendición de cuentas, con normas estrictas para funcionarios y líderes empresariales. En cambio, el modelo nigeriano se caracteriza históricamente por opacidad, fragilidad institucional y la masiva apropiación de la renta petrolera por parte de élites políticas y empresariales, lo que genera desigualdad extrema.
El acceso universal y de alta calidad a servicios públicos es un pilar del modelo noruego y una inversión directa de la riqueza petrolera: la salud pública es universal, descentralizada y de excelente nivel; la educación pública es universal y gratuita en todos los niveles, incluida la educación superior, lo que nutre su base de conocimiento y tecnología y asegura que la prosperidad se distribuya mediante el desarrollo del capital humano.
La historia económica y política de Nigeria ofrece un marcado contraste con la de Noruega, siendo el caso paradigmático de la “maldición de los recursos”: desigualdad extrema y colapso institucional. Este fenómeno afecta a una población que actualmente supera los 230 millones de habitantes, la más numerosa de África. Además, no es lo mismo repartir una riqueza entre 5 millones que entre 230 millones.
Nigeria, aunque en sus orígenes tenía cierta diversificación, quedó dominada por el auge del petróleo en el Delta del Níger desde la década de 1970. El sector petrolero genera más del 90% de los ingresos por exportaciones, pero su modelo estuvo marcado por el gasto irresponsable y la ausencia de disciplina de ahorro. Los intentos de crear fondos soberanos fueron ineficaces y vulnerables a la apropiación política.
La estructura económica es profundamente desequilibrada: cerca del 35% al 40% de la población activa continúa en la agricultura, mientras que la industria (incluido el petrolero) emplea apenas entre el 5% y el 10%. El sector servicios absorbe el resto, pero de forma precaria: alrededor del 65% al 70% del empleo es informal, lo que evidencia la fragilidad del mercado laboral formal. La tasa de desempleo es crónicamente alta, rondando el 33% al 35% en estimaciones recientes, generando gran inestabilidad social.
La consecuencia principal de este modelo es la corrupción estructural y la desigualdad abismal. La riqueza petrolera alimenta un sistema rentista: las élites políticas intentan controlar el Estado para repartirse las ganancias del crudo, en vez de gobernar para el interés común. El resultado es una corrupción sistémica donde miles de millones de dólares desaparecen anualmente. Esa opacidad contrasta con la transparencia noruega. La falta de inversión en capital humano se traduce en sistemas de salud y educación crónicamente subfinanciados e ineficientes, perpetuando la pobreza pese a la riqueza subterránea.
La profunda división social y económica se dirime políticamente entre dos partidos dominantes que se disputan el poder central: el All Progressives Congress (APC) y el People’s Democratic Party (PDP). La incapacidad de esos sistemas políticos para transformar la riqueza de recursos en bienestar colectivo es lo que consagra a Nigeria como paradigma de la maldición de los recursos.
Y yendo al punto crucial: ambos países descubrieron petróleo en tiempos similares, entre los sesenta y setenta. De forma esquemática, Noruega partía desde una situación desfavorable y, gracias a sus recursos, pudo mejorar; Nigeria, que tenía una diversificación inicial —una naciente industrialización y exportaciones agrícolas variadas tras la independencia—, vio cómo el petróleo erosionó esa incipiente industria y la dejó dependiente del crudo.
¿Cuál fue la diferencia? No existe una maldición inevitable ni una bendición automática: hay libre albedrío. Se puede usar la renta para desarrollar la economía en su conjunto, crear un fondo que regule la entrada de divisas y asegure el futuro de las generaciones venideras, o bien permitir que una élite la dilapide sin compartirla con la mayoría.
En el fondo, y ahí está lo apasionante, depende de nosotros. No es solo responsabilidad de la clase política ser Noruega o Nigeria: estos debates nacen en la sociedad, se plasman en campañas y se deciden en las urnas. El periodismo debe socializar esta información, mostrar cómo les fue a otros países con estas recetas y, con esa información, todos tenemos el deber de decidir qué camino tomar.
Podemos insultar a los políticos, pero si observamos la experiencia noruega, gran parte del secreto fue que, gane quien gane—conservadores o laboristas—el Estado de Bienestar y el Fondo Soberano se mantuvieron intactos. Para Milei, este tipo de medidas serían directamente comunistas. La petrolera que explota los recursos en Noruega está controlada por el Estado. ¿Se imaginan lo que diría Milei de eso? Lo peor. Sin embargo, ese control permitió implementar las medidas necesarias para diversificar la economía y luego repartir la renta. También hay que decirlo: las instituciones noruegas son transparentes, y gran parte del problema nigeriano radica en que la clase política se apropia del dinero de las exportaciones.
Evidentemente, debemos contar con una clase política capaz de manejar estos recursos y para eso tenemos que asumir la responsabilidad de a quién votamos. ¿Se imaginan al kirchnerismo administrando los petrodólares de Vaca Muerta o las divisas de la minería? ¿Cuántos López, Lázaro Báez y otros tendríamos? Por otro lado, ¿realmente confiarían ustedes la gestión a Karina Milei? La realidad es que esos son los partidos más votados y una porción importante de la sociedad, frente a esa disyuntiva, optó por no votar. Hubo propuestas que plantearon un piso de acuerdos como en Noruega y fortalecer instituciones: no las elegimos. Sacaron entre 4 y 6%.
Por otra parte, Argentina es también un tanto “Norugeria” porque se encuentra en un punto intermedio en muchos aspectos, lo que exige creatividad en las decisiones que tomemos. Noruega tiene 5 millones de habitantes, lo que facilita repartir la renta; nuestras reservas de Vaca Muerta son tres veces mayores que las noruegas, pero al distribuirse entre diez veces más habitantes, a cada noruego le corresponderían tres veces más que a un argentino. Con aproximadamente 50 millones de habitantes, somos casi cinco veces menos que los 230 millones de Nigeria.
Si comparamos ingresos por exportaciones por habitante veremos diferencias claras. En el extremo superior está Noruega, donde las exportaciones per cápita superan los $43.000 dólares anuales. Esa cifra no se explica solo por el volumen de petróleo y gas, sino por el valor añadido de sus productos: aproximadamente el 80% de sus exportaciones proviene del sector energético y de recursos marinos, con alta tecnología asociada y un creciente porcentaje de bienes y servicios especializados.
En contraste, Chile ocupa un lugar intermedio, con exportaciones per cápita que rondan los $5.000 dólares. Aunque lejos de Noruega, su economía es eficiente en el sector primario, dominado por el cobre (cerca del 55% al 60% del total exportado) y por agroindustria como frutas y vino. Su desafío, parecido al de Argentina, es elevar la complejidad de sus exportaciones más allá del procesamiento básico de materias primas.
Argentina muestra una cifra notablemente menor: exportaciones per cápita que oscilan alrededor de los $1.700 dólares anuales. Es casi 25 veces menos que Noruega y tres veces menos que Chile. Nuestra pauta exportadora refleja un fuerte arraigo al sector primario: cerca del 60% de las ventas externas son productos agrícolas, oleaginosas (soja) y derivados, y un 30% adicional corresponde a manufacturas de origen industrial y energía (donde Vaca Muerta impulsa el crecimiento). El bajo valor per cápita responde a la escasa industrialización y a una población relativamente alta que diluye la renta.
Finalmente, Nigeria ejemplifica la maldición de los recursos con la cifra más baja: sus exportaciones per cápita apenas alcanzan los $260 dólares anuales. Ese valor tan reducido resulta de una dependencia casi total del petróleo y gas (cerca del 90% de sus exportaciones), sin diversificación y con una población enorme. La renta petrolera se fuga por la corrupción, dejando al país sin capacidad para invertir en sectores que agreguen valor y eleven las exportaciones por habitante. La comparación muestra que la estructura exportadora y el valor agregado por persona son el verdadero indicador de la riqueza nacional, no solo el volumen bruto de recursos.
Por eso, los ingresos por recursos naturales deben ser el punto de partida para desarrollar otras ramas productivas. No podemos confiar en dormirnos sobre Vaca Muerta. Tenemos menos margen que Noruega —y Noruega tampoco se confió—.
Producción de texto e imágenes: Matías Rodríguez Ghrimoldi
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