
En tiempos del regreso de Juan Domingo Perón en 1973, el conductor del justicialismo dijo a la prensa que volvía hecho un “león herbívoro”. El general quería despejar miedos sobre sus opositores y se planteaba como unificador de la nación que buscaba traer paz y reconciliación. Javier Milei dijo este año que dejaría de insultar para empezar a discutir ideas y que sus opositores no tengan la excusa de criticar sus formas para debatir el fondo de su propuesta. Más allá de unos cuantos deslices, el Presidente cumplió mayormente su promesa, pero lejos de convertirse en un pacificador o un defensor de las formas, avanzó rápidamente en su transformación de las todas las esferas de la vida política, económica y cultural del país.
El león, animal que utilizó tanto Perón para su metáfora, como ahora Milei para construir una simbología de audacia y fortaleza, se mantiene en un estricto silencio cuando caza. Evidentemente, Milei para avanzar con su motosierra en un sentido amplio, debía cambiar sus formas. ¿Por qué lo hacía antes? ¿Es todo parte de una gran estrategia? ¿Qué rol tienen las formas en política? ¿El hecho de qué Milei haya dejado de insultar hizo que cuide el resto de las formas institucionales?
Vamos a recordar las promesas de Milei de dejar de insultar con el siguiente recorte del discurso en el que hizo esta declaración en una reunión de la Fundación Faro dirigida por su ideólogo, Agustín Laje. “Voy a dejar de usar insultos a ver si están en condiciones de discutir ideas”, planteó.
En una muy buena columna de Joaquín Morales Solá del seis de agosto en La Nación, es decir un día después de que el Presidente hiciera esta promesa, Joaquín repara en un aspecto muy interesante de las palabras de Milei. Él dijo: “Voy a dejar de usar los insultos”. El término “usar”, refiere a algo que se hace voluntariamente. Se usa una herramienta, una prenda de vestir para expresar determinado tipo de estilo o formalidad ante una situación social o se usa una expresión para un contexto particular. “Usar los insultos” refiere a una actividad con cierta planificación y voluntad. ¿Por qué un presidente “usaría insultos” para gobernar?
El uso sistemático de la agresión verbal no es una simple manifestación de temperamento, sino una táctica consciente de deslegitimación del adversario o guerra cultural, cuyo objetivo central, tal como lo propones, es destruir la reputación de los interlocutores para que dejen de ser interlocutores válidos ante la opinión pública.
En la teoría de la comunicación, esta práctica se enmarca en la construcción de una agenda negativa. El presidente, al ser el principal emisor en el ecosistema mediático (el Gatekeeper central), utiliza el poder presidencial para monopolizar el debate. Los insultos actúan como un marcador de identidad y una táctica de framing (encuadre).
Al descalificar al oponente con términos peyorativos (“ensobrados”, “parásitos”, “zurdos de mierda”), el Presidente no debate las ideas, sino que define la identidad moral del otro. Esta técnica busca desplazar la atención de la gestión (el qué) a la moralidad del quién (el interlocutor).
Según Murray Edelman en su obra seminal “The Symbolic Uses of Politics” (1964), la política a menudo consiste menos en la resolución racional de problemas y más en la movilización de simbolismos y mitos. El insulto genera un simbolismo de corrupción o incompetencia sobre el adversario, reforzando la narrativa presidencial de la “batalla del bien contra el mal” (la “gente de bien” contra “la casta” corrupta).
Desde la teoría política, el uso del insulto desde la cima del poder es un ejercicio de poder discursivo y una estrategia de polarización afectiva. La presidencia transforma el espacio político en un “campo de batalla”, como lo conceptualiza Carl Schmitt en su definición de lo político: la distinción entre amigo y enemigo.
Al degradar públicamente a otros poderes, como el Congreso, la Justicia y la prensa, Milei ejerce una autoridad performativa que sitúa a la presidencia como el único polo de verdad. El objetivo es aislar al adversario y disciplinar a los propios. Si un sector de la oposición es constantemente etiquetado como “corrupto” o “enemigo de la gente”, cualquier crítica que emitan se percibe automáticamente, por parte de los seguidores del presidente, como un intento malicioso de desestabilización.
Esto se relaciona con el concepto de populismo tal como lo define Jan-Werner Müller en “What Is Populism?” (2016). El populista afirma ser el único representante legítimo del “pueblo puro”, mientras que todos los adversarios son automáticamente parte de la “élite corrupta” o “casta” y, por lo tanto, sus opiniones no merecen ser escuchadas. La descalificación se vuelve, así, un mecanismo de purificación política. El insulto, en este marco, no es un error de comunicación, sino una función de gobierno: es una herramienta para desmantelar la legitimidad de los cuerpos intermedios que podrían cuestionar o limitar la voluntad del Ejecutivo.
Javier y Karina Milei en la Cámara de Diputados.
Comparando este aspecto de Milei con el de Cristina Kirchner, recordemos que durante sus gobiernos (2007-2015), las críticas a sus “formas” constituyeron un eje central del debate político y mediático, similar a lo que ocurre actualmente, aunque con matices diferentes en el contenido retórico. La principal diferencia es que, si bien el fenómeno Milei utiliza el insulto directo y el desprecio performático, las críticas a Kirchner se centraban en su estilo autoritario, su monopolio de la palabra, y lo que la oposición percibía como un uso faccioso de la cadena nacional para dirigirse únicamente a sus seguidores y estigmatizar a sus críticos.
Desde la teoría de la comunicación, su estilo se caracterizaba por lo que algunos analistas definieron como la “Presidenta Oradora”: una líder que se comunicaba principalmente a través de largos discursos monologados (la “performance discursiva”) y el uso estratégico de la cadena nacional, que es un recurso institucional obligatorio. Este uso intensivo del medio estatal se criticaba por ser una herramienta para eludir la prensa independiente y evitar el escrutinio de los periodistas, como cuando rechazaba las conferencias de prensa.
La oposición denunciaba que utilizaba la cadena no para informar sobre temas de interés nacional -su uso legal-, sino para responder a las críticas, atacar a grupos empresariales, medios de comunicación o adversarios políticos, transformando un mecanismo de Estado en una herramienta de propaganda y descalificación, lo cual generaba el ruido comunicacional necesario para silenciar otras voces.
Al kirchnerismo no le criticábamos tanto los insultos directos, en esos temas, salvo la vez que puso fotos de periodistas para escupirlos en Plaza de Mayo como actividad de un 24 de marzo, esa quizás fue el mayor exabrupto de ese momento, sino a la “destrucción del interlocutor” a través de la negación de la pluralidad política. El gobierno kirchnerista buscó simplificar el mapa político, ubicándose como la única fuerza que defendía el “proyecto nacional y popular”, mientras que la oposición, la prensa crítica y los empresarios que disentían eran englobados bajo la etiqueta de “La Corpo” o “los poderes fácticos”.
Esta retórica de la confrontación, inspirada en la lógica amigo/enemigo de Schmitt pero aplicada al ámbito interno, deslegitimaba la crítica desde su raíz, ya que el desacuerdo no era visto como un elemento sano de la democracia, sino como un acto de traición al proyecto nacional. La crítica a sus “formas” era, en el fondo, una crítica a esta concepción de la política que marginaba la negociación y priorizaba la confrontación discursiva permanente para mantener movilizada y cohesionada a la base propia.
En ese sentido, hay una misma forma política, el populismo, con diferente contenido. El de Milei es un populismo más vulgar y el kirchnerismo intentaba no caer tanto en los insultos. Sin embargo, ambos tienen una forma de entender y trasmitir la política bastante primitiva, estructurada en el pueblo, los argentinos de bien y la patria por un lado, versus el establishment o la casta por el otro.
Volviendo a Milei, por otro lado, también podemos pensar que Milei insultó hasta que empezó la campaña electoral. Es decir, su anuncio fue un mes antes de las elecciones de septiembre en la provincia de Buenos Aires y dos meses antes que la nacional. El Presidente erosionó todo lo que pudo la credibilidad de sus adversarios políticos y de los periodistas que somos críticos a su Gobierno y luego se dedicó a intentar captar los votos de centro derecha que tiene más respeto por las formas.
Sin embargo, es interesante cómo esto de la falta de insultos sigue. Tal vez al igual que el refrán de “perro ladra no muerde”, podríamos conjeturar que cuando Milei insultaba era un momento de debilidad, en la que no podía aprobar muchas leyes ni hacer grandes transformaciones, que se dedicaba a tratar de destruir la imagen de sus oponentes, porque era en lo que podía avanzar. Ahora que triplicó su presencia en el Congreso y conquistó un apoyo inédito de Estados Unidos para el país, se dedica a obtener los votos que le hacen falta para avanzar en todas las reformas estructurales que hacen falta. Se podría decir que ahora es un perro que muerde, por eso no ladra.
Lo primero que hay que decir en este sentido es que Milei produjo un cambio grave en este país. Vetó leyes aprobadas en el Congreso, como la ley de financiamiento universitario o de emergencia en Discapacidad que fueron refrendadas por el Congreso y no las está cumpliendo. Esto es una violación total al estado de derecho en nuestro país. Está pasando por encima de las instituciones democráticas argentinas y de la división de poderes. Lo hizo sin insultar a nadie y sin ninguna amenaza de agresión, pero representa un peligroso paso por fuera de la democracia. Esto no significa que no estemos en una democracia ni nada por el estilo. Significa lo que dijimos con toda su gravedad. Es decir, un paso por fuera de la democracia es eso, un paso, pero como hubo uno, puede haber otros.
En ese sentido, Milei no cumplió con su promesa. Dijo que dejaría de insultar para que se discutan el fondo de sus ideas. Se discutieron ampliamente en el Congreso, se decidió respaldar a la comunidad universitaria y los discapacitados, perdió y no acotó este debate. Evidentemente, solo le interesa el intercambio de ideas cuando salen validadas las propias.
Por otro lado, ya desde el punto de vista de las transformaciones que La Libertad Avanza pretende para nuestro país, desde que dejó los insultos y fue revalidado en las urnas, empezó un avance en las llamadas reformas estructurales. Milei avanza con la reforma laboral, una apuesta audaz teniendo en cuenta que está enfrentando al sindicalismo argentino, uno de los más importantes y consolidados del mundo. Enfrentará a quien hirió de muerte al gobierno macrista en 2017, luego de que el expresidente decidiera avanzar también con la reforma laboral y con la previsional.
Bajar los costos patronales, terminar con las indemnizaciones como las conocemos, elevar la jornada laboral y hasta avanzar contra los convenios. Si Milei logra avanzar con estas reformas, cambiará drásticamente las condiciones de trabajo de la mitad de los trabajadores de este país, que se encuentran dentro del mercado laboral formal.
En materia de alineamiento internacional, Milei introdujo un importante cambio en nuestro país. Como nunca, Argentina es totalmente dependiente de Estados Unidos y lo acompaña en todas sus posiciones internacionales, muchas veces, con solo la compañía de Israel. Este alineamiento total tuvo un costado beneficioso para Milei que es el financiamiento de Scott Bessent que llegó en momentos de zozobra financiera y le dió una estabilidad macroeconómica importante desde unas semanas antes de la última elección que aún se mantiene con sus matices.
Sin embargo, puede traer dolores de cabeza para una economía que, como la nuestra, dependía de las exportaciones agropecuarias a China, el rival de Estados Unidos. Esto se ve reflejado en la licitación de la Hidrovía. Milei, prohibió que se presenten empresas estatales como las chinas a la licitación para congraciarse con Estados Unidos.
Lo que hay detrás de estas palabras es una transformación brutal de lo que queda del tejido productivo local que emplea a la mayoría de los empleados argentinos. ¿De qué trabajará toda esa gente que se queda sin trabajo? Según Milei no hay nada de qué temer, porque las ramas que son competitivas absorberán a los empleados caídos por así decirlo. La realidad es que el sector de la energía y los minerales, beneficiados en la Argentina libertaria no emplea ni una décima parte de lo que emplean las pymes que requieren ayuda estatal para competir con las multinacionales.
Volviendo a la comparación con el kirchnerismo, hay algo que es interesante recuperar de lo que dijimos hace algunos minutos. Haya insultos o no, lo que está de fondo es que se intenta construir una cosmovisión en la que los debates políticos se dan de forma infantil entre quienes quieren lo mejor para el país y quienes quieren destruirlo.
Entonces, las ideas y propuestas son menos analizadas desde lo beneficioso de su aplicación o la eficacia con la que resolverían algún problema, si no por qué las dijo uno u otro interlocutor. Para el mileismo, el kirchnerismo es siempre una fuerza política dedicada a dilapidar los recursos del Estado para comprar votos, quedarse en el poder y seguir robando.
Para el kirchnerismo, los libertarios solo quieren entregar la patria a los poderosos y a Estados Unidos. Nadie reconoce la verdad en algún diagnóstico o idea superadora. La realidad es que a Milei también dilapida recursos del Estado para mantener el dólar barato y comprar votos a su manera y el kirchnerismo también ajustó y entregó recursos como los de Vaca Muerta a Chevrón que es una multinacional.
Milei dejó de insultar, lo que es algo para celebrar. Ahora, podría avanzar por el mismo camino y dejar de demonizar a adversarios y periodistas. Podría recibir al gobernador de la provincia de Buenos Aires que gobierna la provincia más grande del país por lejos para escuchar los problemas de los bonaerenses y avanzar con acuerdos como lo está haciendo con el resto de los gobernadores.
El genial escritor inglés George Orwell dijo que no hay que respetar las ideas del otro, hay que respetar al otro. Las ideas hay que cuestionarlas, atacarlas y probarlas. Si sobreviven, es porque son grandes ideas que podrán ayudar a todos. Si hay que respetar al otro, porque por definición es un semejante, otra persona y eso, por el solo hecho de ser así, merece un trato respetuoso. Ese es el cimiento mismo de la sociedad.
Tal vez, ese sea el verdadero cambio que implique una nueva etapa de la política argentina y como dijimos en nuestra última columna, los libertarios sean la última fase de la grieta y por esta razón, la más decadente.
Producción de texto e imágenes: Matías Rodríguez Ghrimoldi
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