Miércoles, 24 de diciembre de 2025   |   Nacionales

Democracia en la tribuna, caudillismo que impone su ley en la AFA

Democracia en la tribuna, caudillismo que impone su ley en la AFA

Argentina vota. Discute. Se indigna. Cambia de gobierno con una regularidad que, en la región, no es poca cosa. Y, sin embargo, hay un ámbito donde la democracia parece jugar de visitante: el fútbol. La Asociación del Fútbol Argentino (AFA) no se limita a organizar torneos; funciona como una fábrica de normas, un distribuidor de recursos y una usina de legitimidad. Cuando esa maquinaria funciona con lógica propia, el problema deja de ser “deportivo” y se vuelve institucional.

Las crónicas periodísticas recientes trazan un patrón: formatos que se retocan en plena competencia, descensos que se suspenden cuando estorban, ligas que se estiran como chicle y un ecosistema financiero que al hincha promedio le resulta tan transparente como el VAR en una noche de niebla. En paralelo, el patrocinio de apuestas online se integró al paisaje: ya no se anuncia en los márgenes, ocupa el centro de la escena. El debate dejó de ser estético: es social, y también de negocio.

Para comprender por qué esto importa, conviene dejar de lado el lugar común del “roban, pero hacen” y recurrir a la ciencia política. El politólogo Michael Johnston propone que la corrupción no es un fenómeno único: adopta distintos “síndromes” según la fortaleza institucional y el tipo de competencia. En algunos países predomina el “mercado de influencia” (se compra acceso sin necesidad de bolsos); en otros, “oligarcas y clanes” (la disputa es más cruda). Y hay dos categorías especialmente útiles aquí: los “cárteles de élite”, donde redes políticas y económicas pactan para defender su hegemonía frente a la competencia creciente; y los “magnates oficiales”, donde un pequeño círculo controla oportunidades y castigos con impunidad porque los frenos institucionales son débiles.

La hipótesis incómoda es esta: el Estado argentino puede operar, con elecciones y alternancia, bajo rasgos de “cártel de élite”, mientras la AFA se parece más a un enclave de “magnates oficiales”. No es una contradicción; es un intercambio. La política tolera un feudo que entrega identidad, épica y capacidad de movilización; el feudo se beneficia de una supervisión errática y de reglas que, cuando hace falta, se vuelven elásticas. Las peleas por estatutos, asambleas y reelecciones —y el tironeo con organismos de control— no son tecnicismos: son la disputa por si el poder será público (sometido a reglas) o personal (sometido a lealtades).

En ese tablero, hasta la violencia organizada puede cumplir una función: las barras no solo gritan, también intermedian. Ofrecen presencia, músculo y control territorial a cambio de recursos y protección. Es feo decirlo, pero la política argentina siempre fue mejor administrando símbolos que cerrando auditorías.

La fórmula es vieja y eficaz: corrupción = monopolio + discrecionalidad − rendición de cuentas. Si el reglamento cambia a demanda, si los recursos se reparten con criterio opaco y si el control llega tarde, el sistema no “se corrompe”: se organiza para persistir, con independencia del titular de turno.

La pregunta final no es si el fútbol “debe” ser democrático (nadie vota el offside), sino si aceptamos que una institución que ordena identidades y mueve millones opere como zona franca. Democratizar el fútbol —reglas estables, auditorías independientes, contratos transparentes, justicia deportiva creíble— suena razonable. Lo difícil es lo obvio: para lograrlo, alguien tiene que perder poder. Y esa, como siempre, es la parte del partido que nadie quiere jugar.

*Raúl Saccani es profesor de IAE Business School.

por Raúl Saccani

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