Sábado, 6 de diciembre de 2025   |   Nacionales

Construir un puente: un pequeño acto de valentía que necesita la política argentina

Un relato sobre reencuentros y segundas oportunidades se enlaza con una vivencia personal. Dos historias distintas unidas por el mismo hilo: la fuerza de los pequeños actos que construyen puentes.
Construir un puente: un pequeño acto de valentía que necesita la política argentina

Un rabino contó que, en una ocasión, llegó a su estudio un alumno con desafíos neurológicos. Era un chico dulce y frágil; su historia, desde el primer instante, le partió el alma. Tenía dificultades para hablar, pero era muy inteligente.

Le relató que sus padres lo habían abandonado en el lugar apenas nació, al descubrir que tendría complicaciones de por vida. Eran millonarios, habituados al lujo y la comodidad. Nunca lo visitaron, nunca lo abrazaron, nunca le dijeron “hijo”. Solo enviaban, mes a mes, un cheque generoso y se convencían de que estaba en el mejor lugar.

El maestro, profundamente conmovido, decidió intentar lo que parecía imposible: tender un puente entre ese niño y sus progenitores. Cuando los llamó, la respuesta fue fría, seca, casi mecánica:

— Por nada del mundo. Esa decisión la tomamos hace muchos años. No hay nada más que hablar. No fue una decisión fácil, lo hicimos por él y por nosotros.

Pero él insistió con la perseverancia de quien sabe que una palabra puede cambiar vidas:

—Entiendan… hay miles de niños huérfanos que sueñan con conocer a sus padres, pero no pueden. El suyo está vivo, está acá, en Manhattan. ¿Cómo puede ser que ni siquiera quieran mirarlo a los ojos?

Tal vez por su insistencia, tal vez por cansancio o por un fugaz gesto de humanidad que quebró sus defensas, aceptaron verlo. Se reunieron en el central Park.

Allí estuvieron el rabino, el joven y los padres; el clima era denso y nadie lograba romper el hielo. Hablaron cinco minutos del clima. Literalmente del clima. Frases vacías, nerviosas, casi caricaturescas. Hasta que el rabino —con el corazón apretado— no pudo contenerse:

— No vinimos a conversar del tiempo. Y creo que yo ya no soy necesario acá así que me voy.

Entonces, inesperadamente, el niño, con voz suave y temblorosa pero con una valentía enorme, habló:

— Papá… mamá… yo sé que no soy “perfecto”. Desde que nací tengo mis defectos. Pero, siendo honestos, ustedes tampoco son perfectos. Ustedes casi que abandonaron a su hijo cuando era un bebé. Yo los perdoné por sus imperfecciones. Espero que algún día ustedes también puedan perdonarme por las mías.

La madre rompió a llorar. Sin pensarlo se levantó y lo abrazó con la desesperación de quien intenta recuperar años enteros en un solo gesto. El padre la siguió. Y en ese abrazo —tan breve, tan extenso, tan necesario— una familia rota halló su primer camino de regreso.

El rabino, observando la escena en silencio, sonrió con la serenidad de quien fue testigo de un milagro. Hasta ahí llega la historia. Y quiero enlazarla con algo personal.

Quizá les cuente historias y no sepan quién está detrás de este narrador. Tengo una hija con síndrome de Down, el mayor regalo del universo. Cuando nació hubo muchas incertidumbres, sobre todo mías —mi esposa siempre fue más fuerte, más entera, más consciente del tesoro que teníamos—. Esas dudas, con el paso del tiempo, se convirtieron en mis mejores maestras.

Y esta semana recibí una nueva lección. No de ella directamente, sino de sus compañeros.

Mi hija asiste a un colegio llamado Maimónides, un lugar hermoso. Como en todo colegio, al llegar a quinto año se realiza la entrega de la bandera. Todos los chicos, nerviosos, sueñan con ser los próximos abanderados. Pero este año pasó algo distinto: una de las banderas no se asignó por competencia, sino por amor.

Los chicos, por voto unánime, decidieron dársela a la mejor compañera. Esa compañera fue mi querida Jaia. No se pelearon por la bandera; se esforzaron por entregársela a ella. Cuando se la colocaron, se largó a llorar de emoción mientras todos sus compañeros gritaban y celebraban a su lado. Un grupo de chicos de quinto que se hicieron gigantes para engrandecer a quien, a simple vista, parecía la más pequeña.

A veces, los puentes más importantes de la vida no se levantan con grandes gestos sino con pequeños actos de valentía.

Y muchas veces, el puente entre lo que somos y lo que podemos llegar a ser comienza con un acto sencillo, profundo y luminoso de quienes nos rodean. Quería dedicar este cuento a esos chicos que renunciaron a ser abanderados para entregar la bandera a mi hija; en ese pequeño gesto se hicieron gigantes.

Buen fin de semana.

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